Aquel día, Lisa se despertó antes de que saliera el sol, como llevaba haciendo durante veinte años. Se vistió deprisa con unas zapatillas deportivas y un chándal. Hacía mucho tiempo que no se arreglaba para salir a la calle. En realidad, ni siquiera salía a ningún sitio. Al volver del trabajo, pasaba por el supermercado, hacía las compras necesarias y después se encerraba en casa hasta el día siguiente.
Salió de su habitación en penumbras. Conocía cada rincón de su pequeño apartamento mejor que la palma de su mano. El salón era una estancia sin grandes pretensiones: un sofá cama frente a un televisor anticuado sobre una cómoda, una mesa con cuatro sillas que separaba el salón de la cocina —equipada apenas con lo indispensable—, y frente a ella, en la otra pared, la única ventana del piso. Por desgracia, daba a un callejón trasero. El único paisaje visible a través de ella eran dos contenedores de basura. Aunque, de vez en cuando, si se sentaba en la vieja mecedora colocada justo bajo esa ventana, podía ver la luna. "La mecedora de los sueños rotos", la llamaba ella.
Cruzó el salón y entró al baño. Abrió el grifo del agua caliente y esperó a que saliera limpia. Después de acicalarse, se secó el rostro con una toalla y se observó en el espejo. Su piel ya estaba marcada por las primeras arrugas de los cuarenta, y sus ojos, azules como el cielo, habían perdido el brillo desde hacía tiempo.
Mientras se cepillaba el cabello, recogiéndolo en una coleta alta, pensó que su figura se había encorvado por los años de trabajo en la embotelladora. Su melena negra, de la que solía sentirse tan orgullosa, también había comenzado a tornarse gris.
Ató su cabello con una goma elástica y salió del baño en busca de su bata de trabajo. Cruzó de nuevo el salón y volvió a su habitación. Allí, tras la puerta, colgada en su lugar habitual, la encontró. Se la puso de forma automática. Lisa era una mujer de costumbres, como un reloj cuyas agujas recorren siempre el mismo camino. Cuando algo rompía su rutina, se sentía perdida.
Salió de casa y se dirigió al trabajo. Las calles estaban desiertas y apenas iluminadas por las farolas. Solo el lejano chirrido del camión de la basura rompía el silencio. Al llegar a la calle de la fábrica, notó algo distinto. Llevaba tanto tiempo recorriendo ese camino que conocía cada adoquín, cada piedra, cada farola… Y allí, bajo el banco de la parada del autobús, alguien había dibujado una silueta con tiza.
Frunció el ceño, extrañada. Se acercó para observarla mejor. No era un dibujo muy logrado, nadie más la habría reconocido. Pero ella sí. Llevaba un traje gris oscuro, el mismo que usó el primer día en la fábrica. El cabello negro le caía sobre los hombros y sostenía un libro abierto. Estaba leyendo, sentada en una mecedora idéntica a la suya: la mecedora de los sueños rotos.
Perpleja ante algo tan absurdo como inquietante, se quedó de pie recordando aquel primer día: el cabello suelto, la bata en la mano, los tacones firmes sobre la acera, y la mirada coqueta que lanzaba a los escaparates. Entonces aún se sentía atractiva; caminaba con paso seguro y gestos elegantes.
El chirrido del camión de la basura la devolvió a la realidad. Volvió a caminar, esta vez con pasos lentos y cansados. Lisa ya no era joven ni hermosa. Sus ojos, sus manos y sus huesos estaban agotados.
La jornada fue más larga y tediosa de lo habitual. No podía dejar de pensar en el dibujo y en todos los recuerdos que había despertado. Cuando llegó al apartamento por primera vez, pensó que aquel lugar era temporal. Soñaba con un trabajo mejor, una pareja, una casa con niños. Con el tiempo empezó a detestar su empleo, la bata azul que debía ponerse cada mañana, y aquel apartamento diminuto que parecía pensado para dos personas. Al principio, había en su dormitorio una enorme cama matrimonial con dos mesitas de noche. Se deshizo de todo. En su lugar colocó una cama individual, un escritorio y tres estanterías. En ellas estaban los únicos amigos que le quedaban: Johanna Lindsey, Janet Chapman, Sherrilyn Kenyon.
Esa noche, Lisa no logró conciliar el sueño. Finalmente se levantó y se sentó en la mecedora. Hacía tiempo que se había prometido no dormir más allí: sus huesos ya no aguantaban la postura. Se dijo que volvería a la cama antes de quedarse dormida. Pero se balanceó mientras miraba la luna, como tantas veces antes.
En el pasado, solía leer novelas románticas en esa mecedora hasta dormirse, soñando que era ella la protagonista. Ningún sobresalto alteraba aquellos momentos de felicidad… salvo el estruendo del camión de la basura, que la devolvía, cruelmente, a la realidad.
A la mañana siguiente, con el cuerpo dolorido, se maldijo por haber roto su promesa. Fue al baño y, al regresar para vestirse, notó que la bata no estaba colgada en su lugar habitual. “Lo que faltaba”, pensó. La buscó con fastidio hasta encontrarla sobre la mecedora. Se la puso con gesto molesto. El día no había empezado bien.
Al llegar a la parada, encontró un nuevo dibujo. Esta vez, su imagen era más precisa: el libro reposaba sobre su regazo, los ojos cerrados, el cabello con mechones blancos. Llevaba puesto el pijama. Parecía dormida. Lisa sintió que algo se le clavaba en el pecho. Las lágrimas acudieron a sus ojos, pero justo entonces oyó el chirrido del camión. Se ruborizó, contuvo el llanto y apretó el paso. Al llegar al cruce, el camión se detuvo para dejarla pasar. El conductor, como siempre, saludó con la mano, y ella respondió con un nudo en el pecho.
Aquella tarde, pidió salir antes del trabajo por un fuerte dolor de cabeza. Se repetía una y otra vez las mismas preguntas: ¿Quién la estaba martirizando? ¿Quién era capaz de hacer algo así? No tenía enemigos… ni amigos. Solo algunos conocidos y los autores de sus libros. Ellos sí la habían acompañado. El pensamiento la hundió aún más. Apretó el paso mientras una lágrima resbalaba por su mejilla. Pensaba en cuántas veces se había dormido así, tal como la mostraba el dibujo, sin más compañía que personajes de papel.