La mañana se deslizaba suavemente sobre la ciudad, dejando un rastro de luz tenue en el horizonte. Andrés se desperezó en su cama, sintiendo cómo la rutina diaria comenzaba a anudarse en su mente como un viejo hilo enredado. Se levantó, se vistió con la misma camisa de siempre, y preparó su café, el aroma familiar llenando la cocina. Todo parecía normal.
Sin embargo, había algo en el aire que no podía identificar. Una especie de tensión, como si las paredes de su hogar estuvieran conteniendo un secreto.
Mientras bebía su café, Andrés miró por la ventana. El cielo estaba nublado, y una ligera brisa hacía que las ramas de los árboles se movieran de una manera que le resultaba inquietante. Por un momento, creyó ver una figura entre las sombras de los troncos. Parpadeó y la visión se desvaneció. Se encogió de hombros, achacándolo a su imaginación. Solo un efecto de la falta de sueño, pensó.
Al salir de casa, la sensación persistió. Caminó hacia la oficina, notando que cada paso parecía resonar más de lo habitual. En el trabajo, sus colegas hablaban y reían, pero él se sentía distante, como si un cristal invisible lo separara de la realidad que le rodeaba.
A la hora del almuerzo, decidió explorar un rincón poco frecuentado de la oficina, un pequeño almacén que había estado cerrado durante años. La puerta crujió al abrirse, revelando un espacio oscuro y polvoriento. Las cajas apiladas estaban cubiertas de telarañas, y el aire era denso y pesado. Andrés sintió un escalofrío recorrer su espalda, pero la curiosidad lo empujó a entrar.
Mientras revisaba las viejas pertenencias, encontró un retrato enmarcado. Era una foto en blanco y negro de una mujer que le resultaba vagamente familiar. Su mirada era intensa, casi penetrante, y había algo en su expresión que lo inquietaba. En la parte de atrás del marco, una nota estaba medio escondida. La sacó y, al leerla, su corazón se detuvo por un instante. "No olvides lo que somos."
El mensaje resonó en su mente mientras una sensación de opresión le invadía el pecho. De repente, un ruido sordo proveniente de la puerta lo hizo sobresaltarse. Miró hacia atrás, pero solo vio la oscuridad del pasillo. La luz parpadeó y, en un instante, sintió que una sombra se deslizaba entre las cajas. La visión fue tan fugaz que se preguntó si realmente había ocurrido.
Con el corazón latiendo con fuerza, decidió salir del almacén, sintiendo que algo lo había seguido. Regresó a su escritorio, pero la sensación de ser observado persistía. Durante el resto del día, los murmullos en la oficina parecían distorsionarse, como si las voces estuvieran distantes, más allá de su comprensión.
Al regresar a casa, se sintió agotado, pero no pudo sacudirse la inquietud. Mientras se preparaba para dormir, miró de nuevo el retrato. La mujer lo observaba, y por un momento, sintió que su mirada lo atravesaba, como si supiera algo que él aún no había descubierto.
Esa noche, mientras el viento ululaba fuera de su ventana, Andrés se acurrucó en su cama, sintiendo que las sombras de su habitación se alargaban y encogían en la penumbra. Aunque intentó cerrar los ojos y olvidarse de todo, una pregunta persistía en su mente: ¿qué había realmente en el oscuro legado de su familia?
El día siguiente amaneció gris y nublado, reflejando la tormenta que se gestaba en la mente de Andrés. La inquietud del día anterior aún le pesaba en el pecho. Después de un desayuno casi automático, decidió que necesitaba respuestas. La nota detrás del retrato lo había intrigado y aterrorizado al mismo tiempo; sabía que tenía que investigar más sobre su familia.
Al salir de casa, un impulso lo llevó a visitar la biblioteca local, un edificio antiguo con estanterías de madera y un aire de misterio. La luz tenue filtrada a través de las ventanas apenas iluminaba las páginas de los libros. Se sentó en una mesa apartada, rodeado de volúmenes polvorientos sobre la historia de su ciudad y su familia.
Después de horas de búsqueda, encontró un libro titulado Crónicas de la Familia Mendoza. Pasó las páginas con ansiedad, y pronto se topó con un capítulo que capturó su atención. Hablaba de una mujer llamada Elena Mendoza, su tatarabuela, quien había desaparecido misteriosamente en 1925. Según las crónicas, se la había visto por última vez en una vieja mansión que aún se erguía en el centro de la ciudad, una mansión que había sido la sede de sucesos oscuros y rumores de locura familiar.
Mientras leía, un escalofrío recorrió su espalda. La descripción de Elena coincidía con la mujer del retrato que había encontrado. La nota en la parte de atrás decía: "No olvides lo que somos", y en las páginas, Andrés se encontró con una serie de eventos perturbadores: desapariciones, miembros de la familia que habían caído en la locura y relatos de visiones inquietantes que atormentaban a aquellos que vivían en la mansión.
Decidido a averiguar más, Andrés se dirigió a la mansión después de dejar la biblioteca. Al acercarse, la estructura se alzaba imponente y opresiva, como un monstruo dormido. Las ventanas estaban cubiertas de polvo y las puertas, cerradas con candados oxidados. Sin embargo, sintió que algo lo llamaba desde el interior.
A través de un pequeño ventanuco roto, se asomó y vio un pasillo cubierto de telarañas y sombras. Sin pensarlo dos veces, se arrastró y logró entrar. La atmósfera era densa y fría, y cada paso resonaba en el silencio. Mientras exploraba, notó marcas en las paredes, palabras garabateadas que parecían susurrar advertencias sobre la locura que acechaba en el lugar.
De repente, en una de las habitaciones, encontró una vieja caja. La abrió con cautela y dentro encontró una serie de cartas y fotografías. Las cartas revelaban la vida de Elena, y su creciente desesperación mientras lidiaba con visiones que la atormentaban, visiones de su propia familia desmoronándose. "La locura es hereditaria", decía una de las cartas, y Andrés sintió que su corazón se aceleraba.