La brisa del mar azotaba con fuerza, llevando consigo el olor a sal y a tormenta inminente. En la costa de Santuario del Norte, un faro solitario se alzaba sobre un acantilado desgastado. Su luz, intermitente y titilante, era un faro de esperanza para los pescadores que se aventuraban en las peligrosas aguas, pero para otros, el faro representaba una advertencia.
Ezequiel había llegado al pueblo hacía un par de días. Era un fotógrafo que buscaba inspiración para su próxima exposición, aunque muchos del lugar le habían aconsejado que se mantuviera alejado del faro. “No vale la pena”, decían. “Hay cosas que no se ven, pero se sienten”. Sin embargo, el impulso de explorar lo desconocido siempre había sido más fuerte que cualquier advertencia.
Ezequiel decidió hacer una excursión al faro al amanecer del tercer día. Mientras caminaba por el sendero cubierto de maleza, el sonido de las olas rompía contra las rocas, creando un murmullo que parecía susurrar secretos olvidados. La niebla se alzaba lentamente, como si la misma tierra intentara ocultar lo que había sucedido en aquel lugar.
Al llegar al faro, se dio cuenta de que la estructura estaba en un estado lamentable. La pintura blanca se pelaba, revelando la madera desgastada. La puerta de metal chirriaba, y una vez abierta, reveló un interior lleno de polvo y telarañas. En el centro, una escalera de caracol subía hacia la luz en la parte superior.
Ezequiel sacó su cámara y comenzó a tomar fotos. A medida que ascendía, un escalofrío le recorrió la espalda. Era como si las paredes respiraran, como si el faro tuviera una vida propia. La luz del sol apenas llegaba hasta el fondo, creando sombras alargadas que parecían moverse. Se detuvo un momento en un pequeño cuarto intermedio, donde encontró un viejo diario cubierto de polvo.
El diario era de un antiguo farero llamado Álvaro. Las primeras páginas hablaban de su amor por el mar, de cómo la luz del faro guiaba a los barcos y de las noches tranquilas llenas de estrellas. Pero a medida que avanzaba, las palabras se tornaban oscuras. Álvaro mencionaba “susurros en la niebla” y “siluetas en la orilla”. Sus últimos escritos estaban manchados de una sustancia oscura que Ezequiel no pudo identificar.
“Ellos vienen por mí”, leía Ezequiel en voz baja, sintiendo que el aire se volvía denso. “No puedo quedarme. La luz no es solo un guía, es una trampa”. El corazón le latía con fuerza, y un sudor frío comenzó a acumularse en su frente. Justo cuando se preparaba para seguir, un estruendo resonó desde lo alto del faro, como si algo hubiera caído.
Con la cámara en mano, Ezequiel subió apresuradamente los escalones, cada crujido bajo sus pies resonaba en sus oídos. Al llegar a la cima, encontró la sala del faro vacía, la gran lente brillando con el reflejo del sol. Sin embargo, en el suelo, una sombra se movía, proyectada por la luz que comenzaba a titilar.
La sombra parecía tomar forma. Ezequiel sintió que su respiración se aceleraba, incapaz de apartar la vista. Era una figura alta, con rasgos indistinguibles, que se contorsionaba y se fundía con la niebla que entraba por la ventana. No había forma de saber si era real o solo una ilusión provocada por el cansancio y el aislamiento.
—¿Quién eres? —preguntó, su voz resonando en la soledad de la cima del faro.
La sombra se detuvo, y por un instante, Ezequiel sintió que la temperatura caía. Una voz, suave pero profunda, pareció emanar del aire mismo.
—Soy lo que quedó de aquellos que no regresaron.
Ezequiel retrocedió, su instinto de supervivencia gritando en su interior. Sin embargo, su curiosidad era más fuerte. Quería entender, descubrir la verdad detrás de aquel lugar. La luz del faro comenzó a parpadear aún más intensamente, y con cada parpadeo, la sombra se acercaba un poco más, como si intentara cruzar el umbral entre su mundo y el de Ezequiel.
—No deberías haber venido —susurró la voz, resonando como un eco en su mente.
De repente, el faro dejó de titilar. La luz se apagó, y la oscuridad se cerró sobre él como un manto. Ezequiel, atrapado entre la curiosidad y el terror, comprendió que había cruzado una línea que no podría deshacer. La figura se abalanzó hacia él, y en ese instante, el faro cobró vida, revelando un secreto que había permanecido oculto durante años.
La historia apenas comenzaba, y ya era demasiado tarde para Ezequiel. El faro no solo guiaba a los barcos; también guiaba a las almas perdidas
Ezequiel se encontraba en un abismo de oscuridad, el aire denso a su alrededor, como si cada molécula lo retuviera en un abrazo inquietante. La figura que antes era una sombra había tomado forma completa: un ser etéreo, con rasgos vagamente humanos, pero la piel parecía desvanecerse en la negrura que lo rodeaba.
—¿Qué quieres de mí? —logró preguntar, su voz apenas un susurro en el vasto silencio.
—Vine a advertirte —respondió la figura, su voz resonando como el eco de un mar lejano—. El faro no solo guía. También atrapa a los que no conocen su destino.
Ezequiel sintió un escalofrío recorrer su espalda. Las historias que había escuchado en el pueblo regresaron a su mente. Historias de marineros desaparecidos, de luces que hipnotizaban a los desprevenidos. ¿Cuántas almas habían sido devoradas por la vorágine del faro?
—No entiendo —dijo, intentando mantener la calma—. ¿Por qué estás aquí?
La figura se acercó un paso, su forma distorsionándose como el reflejo en aguas turbulentas.
—Soy uno de los muchos que quedaron atrapados. La luz nos prometió la salvación, pero nos condenó a vagar eternamente. Solo aquellos que son conscientes pueden escapar.
—¿Escapar? —preguntó Ezequiel, la confusión mezclándose con el miedo. Se dio cuenta de que no podía retroceder, la escalera ya no parecía un camino de regreso.
—Tienes una elección —dijo la figura, gesticulando con una mano que se desvanecía en el aire—. Puedes quedarte y unirte a nosotros o intentar romper el ciclo. La elección que tomes definirá tu destino.