El camión de mudanzas se detuvo con un chirrido en la entrada de una casa que parecía respirar a través de sus ventanas polvorientas. La familia Martínez salió del vehículo, sus rostros reflejaban una mezcla de emoción y desconfianza. La casa, de madera oscura y descolorida, se alzaba como un guardián de secretos olvidados.
Javier, el padre, se ajustó la gorra, mirando con curiosidad el jardín descuidado que rodeaba la casa. "Vamos, no puede ser tan mala", dijo con una sonrisa forzada, pero su voz sonaba como un eco en la brisa que soplaba a través de los árboles. La madre, Elena, soltó un suspiro, sintiendo el peso de la ansiedad que se apoderaba de ella.
Sofía, su hija de diecisiete años, observaba con desdén. La casa no era lo que había imaginado. Las paredes parecían inclinarse, como si intentaran encerrar la angustia que respiraba en el aire. "¿No puedes sentirlo? Este lugar... está mal", murmuró, mientras una sensación de incomodidad se instalaba en su pecho.
Una vez dentro, la familia comenzó a desempacar. La madera crujía bajo sus pies, y un frío inexplicable se filtraba por las rendijas. Elena intentó distraerse organizando las cajas, pero cada objeto que sacaba parecía arrastrar consigo un aire de nostalgia y desasosiego. Cuando llegó a un viejo espejo cubierto con una tela, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Con un movimiento tembloroso, lo destapó, pero su reflejo no parecía reflejar lo que había tras ella. Era como si la imagen mostrara un lugar distinto, un lugar donde los rostros de personas que no conocía sonreían con una tristeza inquietante.
“¿Mamá, qué es eso?” preguntó Sofía, acercándose. El espejo parecía vibrar, como si en cualquier momento pudiera hablar. Pero en lugar de eso, la risa infantil de un niño resonó en la habitación, un eco burlón que heló la sangre de la madre. “¿Escuchaste eso?”
Javier la miró con preocupación. “Solo son ecos, cariño. Es un lugar viejo.” Pero incluso él sentía que la casa tenía una voz, una que susurraba a través de las paredes, llamando a algo que no podían comprender.
Esa noche, mientras la familia intentaba dormir, los susurros comenzaron. Eran suaves, casi imperceptibles, pero lo suficientemente claros como para alterar la tranquilidad del hogar. Una voz melódica, arrastrada por un acento desconocido, repetía palabras que no podían entender. “¿Qué está diciendo?” preguntó Sofía, inquieta. “No lo sé,” respondió Elena, sin poder deshacerse de la sensación de que hablaba de ellos.
A medida que los días pasaban, los susurros se hicieron más fuertes. Javier intentaba ignorarlos, convencido de que eran solo su propia ansiedad, pero la risa distante de un niño se convirtió en algo más siniestro. En las noches, las sombras de la casa parecían alargarse, dibujando figuras grotescas que danzaban en las paredes. Cada uno de ellos comenzó a sentir una presencia, un ente que se alimentaba de sus miedos, esperando el momento adecuado para revelarse.
El último día del primer mes, mientras la familia se sentaba a cenar, la voz se hizo clara. “¡Vengan a jugar!” resonó en el aire, como un canto dulce y tenebroso que llenó la sala. Los cuatro se miraron, el miedo reflejado en sus ojos. Fue en ese instante que supieron: la casa no solo estaba viva; estaba despierta, y algo más oscuro que ellos acechaba en su interior.
La risa infantil se convirtió en un grito desgarrador. Y en ese momento, todos comprendieron que el verdadero juego apenas comenzaba.
La noche se deslizaba por las rendijas de la casa, cubriendo todo con un manto de oscuridad. Los Martínez se habían reunido en la sala, tratando de mantener la calma después del grito que resonó por toda la casa. La luz titilante de una lámpara apenas iluminaba las sombras que se arrastraban en las esquinas, creando formas grotescas que parecían moverse con vida propia.
“¿Qué fue eso?” preguntó Sofía, su voz temblando. La mirada de su madre se posó en el espejo cubierto, como si esperara que de repente, su superficie reflejara algo más que solo la habitación vacía.
“Quizás solo sea una broma de algún niño del pueblo”, sugirió Javier, pero la incredulidad en su voz no ocultaba el terror que crecía en su interior. El silencio que siguió se sentía denso, como si la casa estuviera conteniendo la respiración, esperando algo que ninguno de ellos podía prever.
Esa noche, mientras los ecos del grito se desvanecían en sus mentes, los susurros comenzaron a filtrarse nuevamente. Esta vez, eran más claros, más insistentes. “Ven a jugar…” resonaban, como si el viento mismo llevara las palabras de un lado a otro, atrapándolas en la red de oscuridad que envolvía la casa. Elena, con el corazón latiendo en su pecho, intentó ignorarlos, pero el sonido parecía meterse bajo su piel, un escalofrío que no podía sacudirse.
A la mañana siguiente, decidieron explorar la casa en busca de respuestas. Mientras se adentraban en los cuartos polvorientos, la atmósfera se volvía cada vez más pesada. Cada paso resonaba en el silencio, y el aire se tornaba denso, cargado de una sensación inquietante. Las paredes parecían estar llenas de miradas, como si cada tablón de madera estuviera observando sus movimientos.
En la habitación más alejada, encontraron un viejo baúl. La tapa estaba entreabierta, como si hubiera sido invocada por alguna fuerza externa. Sofía, con un impulso que no pudo controlar, se acercó y lo abrió. Dentro, había juguetes antiguos: un oso de peluche con un ojo cosido, una muñeca de porcelana con una sonrisa inquietante y un trompo que, al tocarlo, comenzó a girar lentamente, como si alguien invisible lo empujara.
“Esto es raro”, murmuró Javier, sintiéndose observado. “Deberíamos dejarlo aquí.” Pero Sofía ya había tomado la muñeca. En el momento en que la sostuvo, un escalofrío recorrió su espalda. La muñeca parecía mirar hacia otro lado, como si supiera algo que ellos ignoraban.
De repente, un viento frío atravesó la habitación, arrastrando consigo un susurro claro: “Ella quiere jugar…” La voz era infantil, pero había un matiz de malicia que heló la sangre en sus venas.