La noche era densa, como un manto de sombras que envolvía el pequeño pueblo de San Cristóbal. Las luces titilaban en las ventanas, y las risas se mezclaban con el eco de las copas chocando en el bar local. Era un viernes cualquiera, y yo, Javier, era el rey de la fiesta. La música sonaba a un volumen ensordecedor, pero eso nunca me había importado. No buscaba más que un poco de diversión y compañía efímera.
Era un hombre mujeriego, y lo sabía. Mis amigos solían bromear al respecto, como si eso me hiciera especial. Las mujeres caían rendidas ante mis encantos, y yo, en mi arrogancia, pensaba que nada podría detenerme. Pero esa noche, algo en el aire era diferente. Una sensación de inquietud se arrastraba entre las sombras, aunque no podía darme cuenta en ese momento.
Mientras me servían otro trago, noté a una mujer al fondo del bar. Tenía un aire enigmático, su piel pálida y ojos oscuros que parecían ver a través de mí. Era hermosa, pero había algo en su mirada que me inquietaba. Aun así, me acerqué, dispuesto a conquistarla como había hecho tantas veces antes.
“¿Te gustaría bailar?” le pregunté, sonriendo de manera encantadora. Ella asintió, y la llevé a la pista, donde el ritmo pulsante de la música nos envolvía. Pero a medida que me movía, el ambiente cambió. Las risas se apagaron, y un frío inexplicable se instaló en el aire. La mujer me miraba fijamente, sus labios curvándose en una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.
“Te estoy observando, Javier”, susurró, su voz como un eco lejano. “No todos los hombres son tan afortunados como tú.”
“¿Qué quieres decir?” le respondí, intentando mantener la confianza, aunque su tono me helaba la sangre.
“Hay algo que acecha en la oscuridad, algo que castiga a los hombres como tú.”
No le di importancia, aunque un escalofrío recorrió mi espalda. Justo en ese instante, la música se detuvo, y un silencio profundo invadió el bar. Las luces parpadearon y, de repente, el ambiente se tornó helado. Sentí que una presencia oscura se cernía sobre nosotros.
Un murmullo recorrió la sala, como si todos hubieran percibido algo que yo no podía ver. La mujer frente a mí se desvaneció en la penumbra, y, en su lugar, una figura apareció. Era alta y delgada, con rasgos indistintos que se mezclaban con la sombra. La mirada del espíritu penetró en mí, y supe que estaba en problemas.
“Javier”, resonó su voz como un eco aterrador. “Tu vida de desprecio tiene un precio.”
Mis piernas temblaban mientras la figura se acercaba. No podía moverme; estaba atrapado en su hechizo. “Eres un mujeriego, un traidor de corazones. Te he estado observando.”
En un instante, el bar desapareció. Ya no había música, ni risas. Solo yo y esa entidad aterradora. Comprendí, en lo más profundo de mi ser, que la diversión había llegado a su fin. Mi alma estaba en juego, y un horror inimaginable me aguardaba.
El espíritu alzó la mano, y una sensación de vacío me atravesó. Antes de que pudiera gritar, sentí que el suelo se desmoronaba bajo mis pies. Caía, cayendo en un abismo de recuerdos y arrepentimientos, donde los rostros de todas las mujeres que había dejado atrás se mezclaban con gritos de desesperación.
“Este es tu destino, Javier. Pero aún hay una oportunidad…” La voz se desvaneció mientras caía, y todo se volvía oscuro.
El frío me envolvió como una serpiente, y el silencio era abrumador. Sentí que caía por un túnel oscuro, sin fin, rodeado de ecos que resonaban en mi mente. Cada grito, cada susurro, me hacía recordar a las mujeres que había herido. Sus rostros aparecían y desaparecían en la oscuridad, mirándome con reproche.
De repente, el descenso se detuvo. Me encontré en un lugar extraño, una especie de limbo, donde las sombras danzaban a mi alrededor. La atmósfera era opresiva, y la desesperación era palpable. No estaba solo. A mi alrededor, había otros hombres, algunos con expresiones de terror, otros con rostros resignados. Todos estaban atrapados en sus propios recuerdos, atormentados por lo que habían hecho.
“¿Qué es este lugar?” pregunté, intentando mantener la calma.
“Es el abismo de los arrepentidos”, respondió un hombre de mediana edad, su voz temblorosa. “Aquí es donde venimos a enfrentar nuestras acciones.”
Sentí un nudo en el estómago. “¿Y cómo salimos de aquí?”
Él miró hacia el suelo, avergonzado. “Algunos nunca salen. El espíritu se alimenta de nuestros remordimientos. Te lleva a revivir tus peores momentos hasta que no puedes soportarlo más.”
Una oleada de pánico me invadió. Pensé en la mujer en el bar, en sus ojos oscuros y la advertencia que había pronunciado. La presencia que había sentido antes no era una ilusión. Era real, y ahora estaba aquí, en este lugar infernal.
A medida que avanzaba por el abismo, imágenes comenzaron a surgir ante mí. Primero, vi a una mujer, Clara, que había amado de verdad, pero a quien engañé. Su rostro se torcía en dolor, y la escuché llorar: “¿Por qué, Javier? ¿Por qué no luchaste por nosotros?”
“Clara, yo…”, intenté explicar, pero ella se desvaneció antes de que pudiera terminar. La siguiente imagen fue aún más desgarradora. Era Ana, otra mujer que había estado a mi lado. La vi mirándome con tristeza y decepción. “Nunca fuiste sincero. Solo buscabas placer.”
Cada imagen era un golpe en mi corazón, y la culpa se acumulaba como una pesada losa. “No puedo soportarlo”, murmuré, sintiendo que el abismo comenzaba a cerrarse a mi alrededor.
“Debes enfrentarlo”, dijo el hombre de mediana edad. “Debes encontrar una forma de redimirte o quedarte aquí para siempre.”
Mientras escuchaba, la figura del espíritu apareció de nuevo, con su mirada penetrante. “Javier, tu tiempo se agota. Debes elegir: seguir siendo el hombre que has sido o enfrentar tu verdad. La elección es tuya.”
La presión en mi pecho aumentó. ¿Qué verdad podía haber en mí, un hombre que había causado tanto dolor? Miré a mi alrededor y vi a otros hombres que habían perdido la esperanza, atrapados en su propia culpa. Pero, a pesar del terror que sentía, había algo dentro de mí que despertaba. Quizás, solo quizás, había una forma de escapar.