La bruma se deslizaba sobre el bosque como un manto gris, cubriendo los árboles centenarios que se alzaban como sombras sin vida. Martín conducía con determinación, el sonido del motor resonando en el silencio opresivo del camino rural. En el asiento del copiloto, Lucía revisaba la ruta en su teléfono, aunque la señal había desaparecido hace kilómetros. La emoción de un fin de semana alejado de la rutina se mezclaba con una creciente inquietud que ambos intentaban ignorar.
—¿Estamos seguros de que esta cabaña existe? —preguntó Lucía, su tono entre burlón y escéptico.
—Claro que sí. El dueño me la recomendó. Solo necesitamos llegar antes de que anochezca —respondió Martín, acelerando un poco. Su mirada se mantenía fija en el camino, aunque sus pensamientos vagaban hacia la aventura que les esperaba.
En el asiento de atrás, Andrés y Clara intercambiaban miradas cómplices, como si compartieran un secreto. Andrés, el más curioso del grupo, había investigado la historia del lugar y había encontrado algo inquietante en su búsqueda. La cabaña había estado vacía durante años, y había rumores de que su último inquilino había desaparecido sin dejar rastro.
—¿Qué es lo peor que podría pasar? —dijo Andrés, tratando de restarle importancia a la situación. Su tono era ligero, pero en su interior, una chispa de ansiedad comenzaba a encenderse.
—No sé, tal vez se nos aparezca el espíritu del antiguo propietario —bromeó Clara, haciendo un gesto teatral que provocó risas en el coche. Pero en el fondo, todos sabían que la idea de un espíritu errante era más inquietante de lo que querían admitir.
Después de varios giros y desvíos, finalmente avistaron la cabaña. Era una construcción de madera, de aspecto rústico, con un porche cubierto de hojas caídas y ventanas opacas. A medida que se acercaban, la niebla parecía engullir la cabaña, dándole un aire aún más sombrío.
—Es... acogedora —dijo Lucía, intentando hacer un comentario positivo mientras la inquietud se acumulaba en su pecho.
Martín aparcó el coche y todos salieron, sintiendo el aire fresco y húmedo que los envolvía. La atmósfera era extraña, como si el tiempo se hubiera detenido. Mientras descargaban las maletas, Lucía se sintió observada, como si los árboles a su alrededor guardaran secretos.
—¿Te imaginas pasar aquí una noche de tormenta? —comentó Andrés, buscando desviar la atención de la tensión palpable.
—No hablemos de tormentas, por favor —replicó Clara con una sonrisa nerviosa, mientras se adentraban en la cabaña.
El interior era tan rústico como el exterior, con muebles desgastados y una chimenea que parecía haber estado apagada durante años. Una capa de polvo cubría todo, y el aire olía a humedad y a madera envejecida.
—Esto es perfecto para desconectar —dijo Martín, tratando de mantener el optimismo mientras se movía por la habitación.
Andrés comenzó a explorar, abriendo puertas y ventanas. Fue entonces cuando se encontró con un viejo diario en una mesa de café. La tapa estaba desgastada, y las páginas amarillentas estaban llenas de garabatos. Se sentó en el sillón y comenzó a leer en voz alta.
—"No confíes en la niebla. Ella trae consigo ecos del pasado. Lo que fue olvidado, volverá a cobrar vida." —La voz de Andrés resonó en la habitación, y un silencio incómodo siguió a sus palabras.
—Es solo un cuento viejo —dijo Lucía, aunque su tono estaba teñido de duda. Miró por la ventana, donde la niebla se espesaba, cubriendo todo a su alrededor.
—Quizás deberíamos dejar el diario cerrado —sugirió Clara, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
—Vamos, es solo una historia. Aquí no hay nada de qué preocuparse. —Martín se acercó al diario y le dio una palmada, como si así disipara las sombras de su mente.
Pero Andrés no pudo resistir la tentación y continuó leyendo. Las páginas estaban llenas de relatos de desapariciones, de risas que se convirtieron en gritos y de sombras que se movían entre los árboles. Una historia hablaba de un ritual antiguo que había sido interrumpido, lo que había llevado a la desaparición del propietario de la cabaña.
—"Aquellos que invocan a la niebla deben estar preparados para enfrentar lo que regresa" —terminó Andrés, su voz ahora baja y seria.
La atmósfera en la habitación se tornó tensa, y el silencio se volvió opresivo.
—Vamos a preparar la cena —propuso Martín, tratando de romper el hechizo de inquietud. Pero todos sabían que algo en la cabaña había cambiado.
Mientras se movían por la cocina, la niebla se espesaba afuera, cubriendo el mundo exterior en una opaca manta gris. La luz del sol comenzaba a desvanecerse, y las sombras dentro de la cabaña parecían alargarse. Las risas y los murmullos se convirtieron en conversaciones a media voz, como si el lugar mismo estuviera escuchando.
—¿Alguien más siente que nos están observando? —preguntó Clara, mirando hacia la ventana.
Nadie respondió. Todos sintieron la misma inquietud, esa sensación de que no estaban solos. Después de una cena apresurada, decidieron sentarse alrededor de la chimenea. Martín encendió un fuego, y las llamas danzaron, proyectando sombras inquietantes en las paredes.
—Hagamos algo divertido. ¿Qué tal una historia de terror? —sugirió Andrés, con un brillo travieso en los ojos.
—Esa es la peor idea que has tenido —replicó Lucía, pero ya era demasiado tarde. Andrés comenzó a contar historias de leyendas locales, de espíritus que vagaban por el bosque y de seres que devoraban a los que se adentraban en la niebla.
A medida que las historias se volvían más oscuras, la cabaña parecía cobrar vida. Los ruidos afuera se intensificaron, y el crujido de las ramas se mezcló con el murmullo del viento.
—¿Escucharon eso? —preguntó Clara, su voz casi un susurro.
Martín se levantó y fue hacia la ventana. La niebla era tan espesa que apenas podía ver más allá de la cabaña. —Es solo el viento —dijo, aunque su voz no sonaba tan segura como quería.