LA CHICA DE LA CALLE TRECE, PARTE 4
“El viaje hacia el núcleo”
La noche en que decido regresar a la calle Trece es diferente. No es el mismo impulso impulsivo que me llevó allí por primera vez, ni la curiosidad morbosa que alimentó mi investigación. Es algo más profundo: una mezcla de resignación y desafío. Sé que si no lo hago ahora, la calle Trece me reclamará, poco a poco, hasta que no quede nada de mí.
Mi plan es simple en la teoría, pero espantosamente complicado en la práctica. Tengo que llegar al edificio abandonado en el centro de la calle, el lugar donde comenzó todo, y enfrentar la anomalía desde su núcleo. Salvador Parera me advirtió que nadie que se haya acercado tanto ha vuelto a ser el mismo. Y tras mi encuentro con el Dr. Lagos y su siniestra desaparición, sé que lo que me espera no es solo peligro físico, sino algo mucho peor: un colapso de la mente, de la identidad.
Llevo conmigo lo esencial: una linterna, la grabadora (aunque ahora no graba nada útil), una libreta para apuntes y una cadena con un dije de mi madre. Es absurdo, pero me da una sensación de protección. No sé si sobreviviré a esta noche, pero al menos quiero enfrentarla con un pedazo de mi humanidad intacta.
La calle Trece está más silenciosa que nunca cuando llego. El viento no sopla, las hojas no crujen, ni siquiera el eco de mis pasos parece audible. Es como si la calle hubiera dejado de ser parte del mundo real. Las casas, que ya parecían deterioradas, ahora lucen como cascarones vacíos. Las ventanas son ojos oscuros que me observan, las puertas apenas cuelgan de sus bisagras, y las sombras parecen alargarse hacia mí, como queriendo alcanzarme.
Mientras camino hacia el centro, cada paso parece más difícil. No físicamente, sino mentalmente. La realidad a mi alrededor empieza a fragmentarse. Escucho risas distorsionadas, murmullos sin rostro, y a veces el sonido de pasos que no son míos. El aire parece más denso, cargado de electricidad, y siento que mi mente empieza a desdibujarse.
Entonces la veo, a lo lejos, bajo la farola. La chica. Está de pie como siempre, inmóvil, pero algo es diferente esta vez. Su silueta parece temblar, como si no pudiera contener su forma. Sus ojos, esos orbes brillantes y vacíos, parecen más penetrantes, más conscientes de mi presencia.
—No vas a detenerme —murmuro, más para convencerme a mí misma que para enfrentarla.
A medida que avanzo, ella no se mueve, pero la calle a mi alrededor cambia. Las casas desaparecen, reemplazadas por fragmentos de otros lugares: un pasillo de hospital cubierto de sangre, una habitación de laboratorio llena de cables y máquinas obsoletas, un parque vacío bajo un cielo que no parece ser de este mundo. La calle Trece no es solo un lugar; es una puerta, un umbral hacia algo mucho más grande, más oscuro.
Finalmente llego al edificio abandonado. Es un bloque de cemento con ventanas rotas y paredes cubiertas de grafitis, aunque algunos parecen más antiguos, más… ritualistas. Hay símbolos tallados en la puerta principal, similares al tatuaje que el Dr. Lagos me mostró.
—Aquí es donde todo empezó —me digo mientras empujo la puerta, que cruje con un sonido que parece resonar en el vacío.
El aire dentro es más frío, casi helado. El olor a humedad y decadencia es sofocante, pero hay algo más: un aroma metálico, como sangre vieja. Las luces de mi linterna apenas iluminan el espacio. Los pasillos están llenos de escombros y muebles rotos, pero lo que me detiene en seco son las marcas en las paredes. Son manos. Decenas, no, cientos de huellas de manos, como si personas hubieran intentado salir desesperadamente de aquí.
Camino despacio, tratando de ignorar los susurros que comienzan a rodearme.
"Elina…"
Mi nombre resuena en un eco distante, primero suave, luego más insistente. Me detengo en seco y giro la cabeza hacia ambos lados, pero no hay nadie. Sin embargo, siento que algo me observa.
Sigo avanzando, mis pasos resonando en el suelo de concreto. Encuentro una escalera que desciende hacia el subsuelo. Una parte de mí quiere girar y correr, pero sé que no puedo. El corazón de la anomalía está abajo.
El descenso es una prueba en sí mismo. Con cada peldaño que bajo, los susurros se vuelven más claros, más personales. Escucho voces de personas que conozco, mi madre, mis amigos, incluso Salvador Parera. Pero lo que dicen no tiene sentido. Es como si la anomalía estuviera jugando con mi mente, desenterrando recuerdos y distorsionándolos.
Finalmente llego a la base de las escaleras, un amplio espacio subterráneo que alguna vez fue el laboratorio principal. Aquí es donde los científicos intentaron controlar la energía psíquica. Las máquinas oxidadas todavía están allí, cubiertas de cables rotos y manchas que prefiero no identificar.
En el centro de la habitación hay un círculo, marcado en el suelo con símbolos que no puedo comprender. Y allí está ella, Liliana, la chica, de pie en el centro. Su forma parece más sólida ahora, pero su rostro es una máscara de vacío.
—¿Por qué estás haciendo esto? —pregunto, mi voz temblorosa pero firme.
Ella no responde, pero en su lugar, el círculo comienza a brillar. Las paredes del laboratorio se disuelven, y me encuentro rodeada de un paisaje imposible: un vasto vacío negro, salpicado de luces parpadeantes, como estrellas rotas.
La chica da un paso hacia mí, y el frío se vuelve insoportable. Mi cuerpo tiembla, pero no retrocedo. Sé que este es el punto de no retorno.
—No eres real —repito, recordando las palabras de Salvador y Lagos.
Ella inclina la cabeza, como si estuviera evaluándome, y entonces todo explota. Mi mente es invadida por imágenes, recuerdos que no son míos, gritos, risas, llantos. Veo el experimento, los niños conectados a máquinas, las caras de los científicos mientras todo se desmorona. Veo a Liliana, una niña pequeña, llorando en el centro del círculo mientras su cuerpo es consumido por la energía.
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Editado: 28.10.2025