LA FIGURA DEL ESPEJO, PARTE 1
PRÓLOGO
"¿Alucinaciones?"
HARBERTH, ESPAÑA, DICIEMBRE 2017.
Él entra a su habitación y se dirige directo a su espejo. Una vez ahí, deja el libro a su lado y levanta la cabeza.
Cuando su vista enfoca su reflejo, el chico abre los ojos en grande; no puede creer lo que está viendo.
Se observa a sí mismo, pero de espaldas. Creyendo que está alucinando, quiere tocar el espejo y, cuando su mano hace contacto con el cristal, la silueta se da vuelta y él queda aún más impactado.
Su cara es más delgada y más pálida, sus ojos rojos y sus dientes brillantes.
Debo estar alucinando, piensa el chico.
Pero confirma que no cuando la figura emerge del espejo y lo agarra del cuello.
MARIANO ALONSO
El comienzo de todo.
Siempre existe un acontecimiento o hay algo que desencadena un comienzo, un principio de cualquier hecho que pase. Y no pasa nada, no hay nada de malo en eso, pero, ¿qué pasa si lo que se desencadena es una tragedia seguida de otra, otra y otra tragedia?
Pérdida.
Es un vacío que se instala en el alma, una ausencia que se siente en cada rincón de la vida cotidiana. Nos enseñan a lidiar con ella, a sobrellevar el dolor, pero cada recuerdo se convierte en un eco que resuena con más fuerza, recordándonos lo que ya no está. En cada lágrima, en cada suspiro, la pérdida se transforma en un peso que arrastramos, marcando nuestro andar con la sombra de lo que fuimos y lo que nunca volveremos a ser.
BARCELONA, AGOSTO 2017.
El murmullo del aeropuerto se hace eco en mis oídos, una mezcla de voces, anuncios y el sonido monótono de las maletas deslizándose por el suelo. Miro a mi alrededor, el bullicio habitual del lugar se siente distante, como si estuviera atrapado en una burbuja. En el centro de todo ese caos, está ella. Clara. La chica que ha sido mi compañera desde el primer año de secundaria, mi confidente, mi amor. La que ahora se prepara para dejarme, aunque sea por unos meses.
Clara se mueve con una gracia natural, su cabello castaño ondulado ligeramente al ritmo de su paso. Lleva una mochila negra sobre un hombro y una maleta pequeña que arrastra con la otra mano. Hoy es el día en que se va a Madrid para un programa de prácticas en obstetricia. La miro mientras se vuelve hacia mí, sus ojos azules brillan con una mezcla de emoción y tristeza.
—No llores, Mariano —me pide, con una sonrisa que intenta ser valiente.
—No estoy llorando —respondo, aunque siento que mi voz se quiebra un poco. La verdad es que no quiero que se vaya, pero sé que esto es importante para ella.
Nos abrazamos por un momento que se siente eterno. La calidez de su cuerpo contra el mío me hace querer aferrarme a ella, como si mi abrazo pudiera detener el tiempo y evitar que suba al avión. Pero, inevitablemente, ella se separa y me mira de nuevo, con una mezcla de determinación y nostalgia.
—Voy a volver a Barcelona antes de que te des cuenta —dice, y hay algo en su tono que me hace dudar.
—Prometido, ¿vale? —respondo, tratando de sonreír, aunque el nudo en mi garganta se hace más fuerte.
Clara asiente, y yo la veo caminar hacia la puerta de embarque, sus pasos resonando en el suelo pulido. La multitud la rodea, pero en mi mente sólo hay espacio para ella. La imagen de su espalda alejándose se graba en mi memoria. El tiempo parece detenerse cuando finalmente desaparece tras la puerta.
Con el corazón pesado, me dirijo hacia la salida del aeropuerto. Cada paso se siente más pesado que el anterior. La vacuidad del lugar me abruma, como si cada persona a mi alrededor estuviera viviendo en un mundo diferente, uno donde la vida sigue, mientras yo me quedo atrapado en este instante.
La noche transcurre lentamente en casa. La televisión parpadea en el fondo, pero las palabras se pierden en el aire; nada parece relevante sin ella a mi lado. Me sumerjo en mis pensamientos, recordando aquellos días de secundaria, cuando todo era más simple. Las risas compartidas, los secretos intercambiados en pasillos y aulas, y cómo, poco a poco, esos momentos se convirtieron en algo más.
Horas después, el sueño me envuelve y me lleva a un descanso inquieto. En la madrugada, el sonido del teléfono me despierta de golpe. La pantalla brilla en la oscuridad, y mi corazón late con fuerza mientras contesto.
—¿Mariano? —La voz al otro lado suena temblorosa. No reconozco a la persona, pero en su tono hay algo que me hace sentir que algo está terriblemente mal.
—¿Qué pasa? —pregunto, el miedo comenzando a apoderarse de mí.
—Es Clara... ha tenido un accidente.
Las palabras flotan en el aire como un eco lejano, y por un momento, no comprendo. Mi mente se niega a procesar lo que está escuchando.
—¿Qué? —mi voz sale en un susurro, como si hablar más alto pudiera cambiar el desenlace.
—No... no ha sobrevivido, Mariano. Lo siento mucho.
El mundo se desmorona a mi alrededor, y el vacío en mi pecho se expande, devorando todo lo que alguna vez conocí. La oscuridad se cierne sobre mí, y la respiración se me corta. Siento un escalofrío helado recorrer mi espalda, como si estuviera atrapado en un sueño del que no puedo despertar.
Cierro los ojos y trato de recordar su risa, sus ojos llenos de vida, la luz que irradiaba en cada rincón de mi existencia. Pero sólo hay silencio, un silencio ensordecedor que ahoga cualquier recuerdo, cualquier esperanza.
Las lágrimas caen, pero no hay consuelo en ellas. Una sensación de impotencia y desesperación me invade. Todo lo que había planeado para nosotros, los sueños compartidos, las promesas... se desvanecen en un instante cruel.
Me quedo allí, en la oscuridad, con el frío de la soledad envolviéndome. Se siente ese vacío en el pecho, se siente la ausencia y ya tu luz nunca vuelve a brillar con la misma intensidad.
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Editado: 28.10.2025