LA FIGURA DEL ESPEJO, PARTE 3
“La ignorancia y el equilibrio”
El segundo día sigue siendo perfecto.
Abro los ojos, y ella está ahí, tan cerca que puedo sentir su respiración cálida rozándome la piel. Es como si nada hubiera pasado, como si las semanas de dolor, el vacío y la culpa no hubieran sido más que un mal sueño. No puedo apartar la mirada de su rostro, de la curva suave de sus labios mientras duerme. Es ella, la misma mujer que he amado todos estos años, como si la muerte jamás hubiera logrado arrebatármela.
Cuando despierta, me sonríe con esa expresión adormilada que siempre me hizo sentir que todo estaba bien.
—Buenos días, dormilón —susurra, su voz suave, tan familiar que casi me rompe en dos.
No sé qué decir. Las palabras se me atragantan en la garganta mientras ella entrelaza sus dedos con los míos. Todo parece demasiado perfecto, demasiado real, y lo único que puedo hacer es sostenerla como si temiera que volviera a desaparecer.
El día transcurre como si estuviéramos recuperando el tiempo perdido. Cocinamos juntos, aunque ella insiste en que me siente mientras prepara mi plato favorito, diciendo que "ya hice demasiado por ella". Nos reímos como solíamos hacerlo, y cada carcajada suya me llena el pecho de una calidez que pensé que nunca volvería a sentir.
En un momento, mientras estamos en el sofá, con su cabeza apoyada en mi hombro, me susurra:
—Te extrañé tanto, Mariano. Más de lo que las palabras pueden explicar.
Mi garganta se cierra. La rodeo con mis brazos, y en ese instante siento que todo vale la pena, que no importa el costo. Lo haré, pienso. Seguiré leyendo el cuaderno, cumpliré con lo que sea necesario, siempre y cuando ella pueda seguir aquí.
Pero las noches son otra historia.
A las tres de la mañana, como siempre, el cuaderno me llama. Me levanto sin hacer ruido, asegurándome de no despertarla. Al abrirlo, la página de esta noche es más oscura que las anteriores.
“El trato no puede romperse.”
Frunzo el ceño. La caligrafía parece más apresurada, casi agresiva, como si las palabras estuvieran apurándose para salir. Respiro hondo, cierro el cuaderno y regreso a la cama. Su figura sigue allí, tranquila y serena bajo las sábanas. Me convenzo de que no hay nada que temer.
Sin embargo, las páginas del cuaderno se vuelven cada vez más insistentes con el paso de los días.
“No olvides lo que te costó tenerla de vuelta.”
“Si no cumples, la perderás otra vez.”
“Ella no sabe nada. Es mejor así.”
Me perturban, pero no puedo dejar que me afecten. Todo parece normal, incluso más hermoso de lo que jamás había sido. Cada día con ella es una bendición que intento atesorar. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme si esas palabras están dirigidas a mí… o a algo más.
Una noche, ella nota que estoy inquieto. Estamos acostados, y ella acaricia mi rostro con sus dedos, mirándome con esos ojos que parecen ver más allá de lo evidente.
—¿Estás bien? —pregunta, su voz suave, preocupada.
No quiero preocuparla. Le sonrío y asiento, tomando su mano para besarla.
—Todo está bien, amor. Solo estoy cansado.
Ella me observa durante un momento, y luego su expresión cambia. Es casi imperceptible, pero hay algo en su mirada, algo que nunca había visto antes: una sombra de duda.
—¿Estás seguro de que no hay nada que deba saber? —susurra.
Mi corazón se detiene. ¿Sabe algo? ¿Siente que algo está mal? Me apresuro a calmarla, a desviar la conversación, y finalmente ella se relaja. Pero esa pregunta se queda conmigo.
Las noches siguientes, las páginas del cuaderno se vuelven más amenazantes.
“No cometas el error de decírselo.”
“La ignorancia es lo único que la protege.”
“Si rompe el equilibrio, la perderás.”
Intento ignorarlo, pero cada advertencia pesa más que la anterior. Aún así, cada vez que la veo, cada vez que ella me abraza o me sonríe, siento que no puedo detenerme. El precio que sea necesario pagar vale la pena si eso significa tenerla conmigo.
Una tarde, mientras estamos paseando por el parque, ella se detiene de repente. El viento juega con su cabello, y sus ojos se fijan en el horizonte, perdidos en algo que no puedo ver.
—A veces siento que… no debería estar aquí —dice de pronto, su voz apenas un murmullo.
Mi corazón se congela.
—¿Por qué dices eso? —pregunto, tratando de sonar despreocupado.
Ella se encoge de hombros, evitando mirarme.
—No sé, hasta el día de hoy me pregunto qué hubiera pasado si hubiera llegado a tiempo al aeropuerto y hubiera tomado ese vuelo.
Por primera vez comienzo a reunir respuestas, y entonces comprendo lo sucedido, los hechos de ese día cambiaron para que ella esté hoy conmigo.
—Y todo por un neumático pinchado —dice, soltando un par de carcajadas.
—Para que veas que el universo conspira a tu favor.
Me mira fijamente y no puedo evitar sonreír como tonto, escuchar su risa me da vida.
—Igual me siento culpable por toda esa gente que falleció, ¿sabés? Es como una sensación rara. Como si… como si hubiera dejado algo atrás y no pudiera volver para recogerlo.
Tomo su mano con fuerza, desesperado por anclarla a mí.
—Estás aquí, conmigo. Eso es lo único que importa.
Ella sonríe, pero la tristeza en sus ojos me deja inquieto. Y esa noche, el cuaderno vuelve a recordármelo:
“No permitas que recuerde. Si lo hace, se acabará todo.”
El amor que siento por ella es un ancla que me mantiene aferrado a esta rutina, pero el cuaderno no me deja olvidar que todo pende de un hilo. Cada día con ella es un regalo. Cada advertencia es un recordatorio de que, en cualquier momento, puedo perderla de nuevo.
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Editado: 28.10.2025