EL DÍA DESPUÉS DE MI SUICIDIO, PARTE 5
"Descansar"
Hay un tipo de tristeza que no te hace llorar. Es como una pena que te vacía por dentro y te deja pensando en todo y en nada a la vez, como si ya no fueras tú; como si te hubieran robado una parte del alma.
Es un vacío que se siente en el pecho, una presión que te ahoga sin que las lágrimas fluyan. Es una tristeza que se asienta en cada rincón de tu ser, te envuelve en una niebla densa y fría, y te hace cuestionar tu existencia.
Al día siguiente de mi suicidio, me enamoré de mi madre cuando la vi llorar en el suelo de mi habitación, abrazando mi camiseta ensangrentada con mis fotos esparcidas a mi alrededor. Vi tanto… ¡Amor en sus ojos!
Un amor desgarrador, un amor que solo se puede sentir cuando se pierde algo tan profundamente querido. En ese instante, comprendí que su dolor era un reflejo del mío, que cada lágrima que caía era un grito de desesperación por mi ausencia.
Me sentí atrapada en un ciclo de culpa; la tristeza de mi madre resonaba en mí, y aunque ya no estaba presente en el mundo físico, su amor me alcanzaba como un eco en la distancia.
El día después de mi suicidio, sentí cuánto me amaba mi padre, sin importar lo duro que fuera. En medio de tanta tristeza, me habló con los ojos llenos de lágrimas y me dijo lo orgulloso que estaba de mí… ¡Lo sensible que era yo con los demás!
Su voz temblaba, y cada palabra era un recordatorio de lo que había perdido. En ese momento, entendí que mi partida no solo había dejado un vacío en mi corazón, sino también en el de aquellos que me rodeaban.
La sensación de ser amado, incluso en la muerte, fue abrumadora. Pero, a la vez, sentí el peso de la culpa aplastándome. ¿Por qué no pude ver el amor que me rodeaba cuando más lo necesitaba?
El día después de mi suicidio, Morgan, mi gatita mascota, era más increíble de lo que podía haber imaginado. Cada vez que alguien llegaba a mi casa, ella corría hacia la puerta esperándome y, al ver que no era yo, simplemente se acostaba frente a la puerta y seguía esperándome.
Su lealtad y su amor incondicional me hicieron darme cuenta de que, incluso en la muerte, había seres que me extrañaban, que sentían mi ausencia. Morgan no entendía lo que había pasado; solo sabía que su dueña ya no estaba. Su tristeza era palpable, y en su pequeño cuerpo peludo, cargaba un amor que nunca podría ser reemplazado.
El día después de mi suicidio, me encanté con mis dos hermanos cuando los vi sentados en la habitación con los ojos llenos de lágrimas, recordando los tiempos en los que jugamos en nuestra hermosa infancia. Las risas, los juegos, los secretos compartidos; todo eso se desvaneció en un instante.
Me pregunté si alguna vez podrían volver a reír sin sentir el peso de mi ausencia…
¿Cómo podía haberles hecho esto?
La culpa me devoraba mientras los observaba, deseando poder abrazarlos una vez más, decirles que todo estaría bien, que el dolor pasaría.
Ese día también sentí cuánto me amaban mis amigas. Miraban nuestras fotos juntas y recordaban todos los momentos. Las risas, las aventuras, las confidencias. En sus rostros, vi la confusión y la tristeza. Se culpaban tanto por no haberme ayudado todo ese tiempo, el tiempo en que yo me iba consumiendo por dentro lentamente.
¿Por qué no vieron las señales?
La pregunta resonaba en mi mente, pero sabía que la respuesta era compleja. La lucha interna que enfrentaba era invisible, y a menudo, el sufrimiento se oculta detrás de sonrisas forzadas.
Por la noche, fui a la morgue a buscar mi cuerpo. Era un acto de desesperación, una necesidad de confrontar lo que había dejado atrás.
Me molestó verme de esa forma por culpa del pasado y todos esos recuerdos del momento en el que sufrí y me vieron como una cosa. La frialdad del lugar, el silencio abrumador, todo se sentía ajeno. Me miré y dije en murmullos: “Tantos sueños que tuvimos. Tantos amores. Tanta gente por conocer.”
El reflejo de mi cuerpo sin vida era un recordatorio brutal de lo que había elegido. Me dolía pensar en todas las oportunidades que había desperdiciado, en todas las risas que nunca volverían a suceder.
“Tenías a gente que te quería y, sin embargo, lo vomitaste todo.”
El remordimiento me golpeó con fuerza. Me pregunté si podría haber cambiado las cosas, si hubiera podido encontrar otra salida, si hubiera tenido el valor de pedir ayuda.
“Tuviste mucho coraje para quitarte la vida, ¿por qué no usaste ese coraje para ganar?”
La pregunta resonaba en mi mente, una acusación que no podía ignorar.
“¿Por qué dejaste que el sufrimiento y el dolor te consumieran cuándo tranquilamente pudiste sanar y seguir adelante?”
La respuesta se escapaba de mis manos, como arena en un desierto…
El día después de mi suicidio, las evidencias reclutadas por fin fueron suficientes para que mi voz sea escuchada, para que todo el mundo sepa que la mitad de ellos lograron abusar de mí junto a esas personas a las que me entregaron.
El dolor que había llevado en silencio finalmente comenzó a salir a la luz…
Las sombras que me habían perseguido durante tanto tiempo empezaron a desvanecerse, aunque ya no estaba allí para presenciarlo. El caso no fue resuelto hasta dos años después de que solamente algunos hayan estado encerrados. Los sentenciaron a veinte años de prisión, y mi madre solo podía llorar porque, de igual forma, nadie iba a devolverme.
Tristemente, de tantas veces que elegí entregar mi vida, aquella vez fue la primera en la que lo hice. No sé qué hubiera pasado si hubiera aguantado tanto sufrimiento un día más. Quizás no hubiera pasado, quizás sí, no lo sé.
El futuro se había vuelto incierto, y cada día se sentía como una lucha sin fin.
De lo único que estoy segura es que pude sentir al menos un poco de paz, que el mundo está lleno de maldad, que tuve un gran coraje al hacer lo que hice y que un día después de mi suicidio, el mundo siguió igual.
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Editado: 28.10.2025