Relatos, versos y otros cuentos.

I Parte: Banderas rojas y amarillas

PARTE I

— ¿Suena bonito? Me lo aprendí para recitárselo a Lucía.

— ¿Ese es del tipo que se murió en el café?

—Sí, el mismo.

—La gente ya no quiere entrar a ese sitio. Yo lo vi un par de veces, pero no tenía ni idea que era un poeta—continuaron caminando—. Ahora andan con esos escritos por todas partes.

—Sí, que injusticia. Se hizo famoso después de muerto—a lo lejos se comenzaba a ver un gran número de personas—. En fin, cuando vea a Lucía le recitaré esos versos y, quién sabe, hasta de color puede que se cambie.

—Dicen que la que le partió la pierna a esa muchacha fue ella, la Rojita, como le decimos nosotros.

—No creo, ella no parece una persona violenta—saludaron con un gesto a los que pasaron corriendo con las banderas amarillas— ¿Qué pierna le fracturaron?

—La izquierda.

—No es raro, la izquierda siempre se rompe.

—Y la derecha siempre con ganas de partirla.

Ernesto y William se sacaron los abrigos y tomaron un par de banderas. Ernesto, que desde que amaneció no hacía otra cosa que pensar en Lucía, vio que su amigo llevaba dentro del bolsos un puñado de piedras.

—Por si la cosa se pone fea—dijo William.

A diferencia de él, éste solo traía agua, alcohol, un viejo vendaje y una fotografía de la Rojita.

La tensión en los momentos previos a una manifestación social, es muy distinta a la de los instantes siguientes, cuando comienzan a formar parte de ella. No se presenta la idea de ser golpeados, con piedras o palos, o de ser detenidos por los cuerpos de seguridad nacional y acabar en una celda e incluso perder la vida.

Durante la primera hora las personas sostienen sonrisas tersas y rostros enrojecidos transpirando euforia. Algún chiste malo llega a los oídos para apaciguar la tensión que va proliferando al ver que, del otro lado del piquete de seguridad, están concentrándose los adversarios. Los controladores de la música aumentan el volumen de las canciones de campaña, para motivar y excitar la gallardía de los militantes. Mas el temor se ausentará el mismo periodo de tiempo que duran los eclipses.

Todo el paisaje se va tiñendo de personas que comparten un mismo espacio; Santa Carolina es una ciudad reducida con aspiración a grandeza económica que los innumerables problemas parecen retrasar. A pesar de compartir las pequeñas glorias históricas y las enormes tristezas, aun no pueden derribar la intolerancia que despierta la existencia de otros colores. La policromía les revuelven las vísceras.

Aunque Ernesto, que tomaban por excesivamente prudente y en consecuencia cobarde, durante las reuniones del partido, no estuvo de acuerdo con el punto de concentración elegido, pero la mayoría (que por serlo en número se creen perfectos) abogaron por que el lugar fuera al frente de la clínica Belén.

—Reunirnos cerca de una sala de emergencia es un mal presagio—seguía insistiendo.

—Tranquilo, Ernesto. Hoy somos mayorías, así que será fácil mandar a emergencia a todos los rojos que se nos opongan—le tranquilizó William, sonando las piedras que ocupaban todo su bolso.

Los dirigentes del partido amarillo no llevaban dicho color, con el propósito acordado de que la manifestación fuera plenamente “civil”. El candidato principal se dirigió hacía el pequeño entarimado, dispuesto a pronunciar su esquemático discurso.

William, contagiado por la energía de la muchedumbre, corrió hasta un banco y se subió, para ver y escuchar al líder con mayor claridad. Era un fanático de los más apasionado por la causa. En pocos años, probablemente, estuviera postulado a una candidatura.

Ernesto lo siguió con menos entusiasmo y con el único deseo de buscar desde ese punto alto a Lucía, que debía estar al otro lado, en la concentración de los rojos. El pitido agudo del micrófono generó un zumbido molesto en los oídos. El líder, un muchacho joven y bien parecido, era escoltado por el veterano que estaba encargado de, con la influencia y la inversión, de mover los hilos de cada miembro que conformaba el partido.

"Hay personas sin voz que necesitan micrófonos para ser escuchados", pensó Ernesto que bloqueó sus oídos al discurso repetitivo y se ocupó de buscar con la mirada a Lucía. Al tratar de hallarla, observó que los cuerpos de seguridad del Estado parecían prepararse para una batalla campal: conservaban el anonimato detrás de las máscaras antigás, recubiertos con equipos antidisturbios y amenazando con las escopetas que dejarían sus perdigones incrustados en alguna piel más el gas lacrimógeno que irritaría las gargantas. Estaban pues, listos para recibir el choque y la confrontación de ambas concentraciones.

En las zonas adyacentes, los comerciantes mantenían sus manos temblorosas sobre los cerrojos, atentos al primer encontronazo que les obligara cerrar el establecimiento y huir del campo de batalla.

Ernesto pudo confirmar que la cantidad de personas en el bando amarillo era mayor. Los banderas rojas estaban siendo rechazados, a sus marchas acudían menos gente, pero esto más que tranquilizarlos, solo acrecentaba el temor, porque los convertía en un grupo temible, ya que eso significaba que emplearían cualquier medio de violencia para vencer, e incluso tendrían como refuerzo a los cuerpos militares del Estado.



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En el texto hay: humor, reflexion, amor

Editado: 17.04.2021

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