Relatos, versos y otros cuentos.

II Parte: Banderas rojas y amarillas

PARTE II

Las primeras piedras fueron en dirección a la tarima, impactando en los amplificados y en el hombro del veterano, que creyendo recibir una lluvia de metralla, se arrojó al suelo. Las personas que lo acompañaban lo sacaron de la zona de fuego y se resguardaron debajo de un toldo.

Ernesto vio como el joven dirigente, que hace unos segundos hablaba sobre la importancia de no rendirse y reafirmaba su papel de líder, que no significaba estar por encima de nadie, sino que consistía en asumir las riendas de la responsabilidad y sacrificarlo todo por la causa, salía corriendo a meterse en una camioneta que lo esperaba para salvarlo del inminente peligro.

— ¡Cobarde!—gritó William furioso, viendo cómo se alejaba la camioneta. Arrojándose del árbol comenzó a preparar las piedras— ¿Una?—ofreció a Ernesto que se negó a cogerla—. Como quieras. Quédate detrás de mí. Luego de llenarles la cabeza con su color favorita, nos iremos ¿Okey?

Ernesto no hacía más que afirmar con la cabeza y rogar porque, dentro de ese grupo de rojos que William rajaría, no estuviera su Rojita. Dicen que una muerte cercana genera intensidad, que la vida se hace más urgente. Para él, su única prioridad era encontrar a Lucía y sacarla de allí.

Cubriéndose con la espalda de William, Ernesto veía como sus brazos arrojaban las piedras a diestra y siniestra con mucha puntería. Por su mente pasó la frase que escuchó alguna vez: matar o morir… Su instinto de conservación, riñendo en medio de aquel bombardeo de piedras despedidas por el ataque salvaje del grupo de presión organizado y los soldados, lo hizo pensar. Cuando volvió a la realidad del momento, en que la gente corría desesperada en todas direcciones, buscando refugio, mientras que otros recogían las municiones naturales, en voz baja, tomó la decisión: morir. Prefiero ser mártir que asesino.

En ese instante, saliendo de su mente, se percató que William ya no estaba. Caminó unos pasos y sintió que dos piedras cayeron cerca de él. Se lanzó al suelo, se cubrió detrás de una columna y esperó unos segundos antes de salir. La sirena de las patrullas policiales sonaba sin descanso, oía las detonaciones de las armas y los gritos esparcidos.

Asomó su cabeza, echó una mirada y se aseguró de que estaba solo antes de salir. Avanzó agachado, cubriendo su cabeza con el bolso, hacía un grupo de amarillos atrincherados detrás de un carrito de comida rápida. De inmediato comenzó a aplicar alcohol en la herida sangrante que tenía uno de ellos. Otro tomó la botella sedientamente desesperado, dejando solo la mitad de agua. Ernesto vendó la herida del muchacho y se mantuvo con ellos.

Tras un intercambio de piedras y devolver una bomba lacrimógena que cayó a centímetros de su posición, Ernesto vio a William. Le hizo una seña que éste notó y, a través de gestos, le advirtió que debían esperar.

Ernesto se dio cuenta que su amigo se había aprovisionado con un nuevo arsenal, ya que a parte de las piedras, ahora arrojaba cócteles molotov. William, que la mayoría del tiempo era un pacifista, parecía un hombre transformado en el más grande anarquista de la historia dirigiendo un levantamiento.

— ¿Están bien?—preguntó William, que solo mostraba un par de rasguños insignificantes—. Ernesto, alégrate, vi a tu Rojita.

— ¿Cómo está?—preguntó con vivo interés.

—Está bien buena, tienes que ver como lanza botellas. Te vas a enloquecer.

En medio de aquel panorama tan conmocionado, hubo ese breve intervalo para la risa. Luego se prolongó un silencio interrumpido únicamente por las incesantes explosiones.

—Hay que salir de aquí. Los nuestros se han dispersados y solo nosotros permanecemos en esta área. Debemos hacer lo mismo.

William, reconociendo que los que estaban con Ernesto militaban con los amarillos, pero no pertenecían a la ciudad, indicó la dirección que debían seguir.

—Vayan por ese bulevar, yo vengo de allí y encontré todo despejado. Giren a la derecha y sigan la estructura azul que los llevará directo a la parte trasera de la clínica, donde los podrán atender.

William sacó las piedras que le restaban y tras lanzar algunas, cubrió a los muchachos que siguieron la ruta que les indicó.

—Ahora—comenzó a decir—, nosotros nos iremos por las veredas. Allí se refugiaron varios de los compañeros. Iremos hacia allá—tomó la botella y estuvo con los labios adheridos por un rato—. Mataría porque en vez de agua fuera ron—concluyó riendo.

Se arrastraron unos metros y caminaron por un conglomerado de casas con patios que daba al final de la avenida ignorada por los rojos. Avanzaron despacio, ocultándose de vez en cuando al escuchar algún ruido amenazante. Luego de caminar como presa al acecho de muchos depredadores, avistaron la avenida. Comenzaron a sentirse aliviados, pronto terminaría todo. Se enjuagaron la cara y cambiaron sus camisetas amarillas y se colocaron los suéteres, con el objetivo de pasar desapercibidos.

Se disponían a concluir la retirada cuando oyeron una moto detenerse. Al sonido del seguro del arma prosiguió la orden de alto. Estos la acataron. Girándose vieron que era un solo soldado, mal alimentado y estremecido por el cansancio de la jornada. El raquítico que le sobraba metros de tela en el uniforme, maniobraba entre mantener el peso de la enorme motocicleta y sujetar el arma.



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En el texto hay: humor, reflexion, amor

Editado: 17.04.2021

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