Luego de recoger y desplegar la hoja que salió de las páginas de sus cuadernos, leyendo los versos de Rubén, un frío electrizante estremeció su espalda. Las palabras le parecían recién escritas, musitadas cerca de su oído por una voz lejana, de una persona que se ha ido pero aún sigue presente.
Plegó la hoja, sacó el móvil, marcó la última llamada y aguardó a que callara el tono de espera.
—Daniel ¿me puedes venir a buscar? Sí, salí antes… No, es que un grupo de estudiantes interrumpió la clase… Yo no, otros. Bueno, cerraron la universidad y al parecer se preparan para trancar la avenida.
Escuchó, agudizando su oído y cubriendo el otro con la mano. Hizo una mueca que denotaba disconformidad.
—Bueno, si no puedes venir a buscar a tu novia, está bien. Yo veré cómo salgo de aquí—disgustada, añadió—: Sigue en lo tuyo que debe ser más importante.
Colgó, martillando con su dedo la pantalla del smartphone, arrojándolo en su cartera.
— ¿Y ahora, para dónde agarró yo?—se preguntó a sí misma, traspasando el pasillo lateral.
En la amplia entrada de la universidad se comenzaban a reunir un grupo mediano de estudiantes. Agitaban vallas y pancartas con mensajes escritos (algunos no estaban exentos de errores ortográficos) en los que exigían una educación de calidad, servicio permanente de transporte, comedor y, entre otras demandas asociadas a sus derechos estudiantiles, la liberación “inmediata” (la palabra estaba escrita con letras mayúsculas de forma grotesca) del compañero William.
María mantuvo la distancia. No estaba en contra, ella también era una de las afectadas de tener que dejar gran parte de su renta en gastos de transporte y comida, pero sabía que nada de lo que hicieran podía cambiar definitivamente las cosas. Las manifestaciones estudiantiles arrastraban el estigma de la inmadurez y la poca seriedad de sus actos, haciéndose tan frecuentes que ya despertaban indiferencia. Así, el grupo de dirigentes se quedaba sin apoyo de la comunidad a falta de buenos resultados, y esta reducción de masas, los convertía en un foco fácil de dominar.
Hubo un tiempo en que el personal obrero y docente se unía a ellos, víctimas en buen grado de las carencias que padecían, pero observando la ineficacia desistieron de este método en el que, la mayoría de las veces, protagonizaban un papel ridículo y bochornoso.
Comenzaron los primeros cánticos, al principio endeble y con tono de vergüenza y luego fueron pronunciándose con mayor ahínco, encarrilándose en la melodía rítmica:
— ¡Y ya llegó! Y ya está aquí ¡El movimiento estudiantil!
Una ola de rugidos y abucheos interrumpió el canto cuando vieron a las autoridades académicas encerrarse, huyendo de la muchedumbre que se había incrementado, en la sala de reuniones.
Uno de los dirigentes (el que figuraba como líder) al que las fuerzas de otros movimientos estudiantiles pro Gobierno había puesto la lupa, identificándolo como el principal revoltoso, subió a un pupitre y encendió el megáfono, comenzó a gritar a través de él, sumergido en un estado de enardecimiento medio poseso:
— ¿Quiénes somos?—gritó desafinando.
— ¡Estudiantes!—graznaron al unísono.
— ¿Qué queremos?—replicó el dirigente que comenzaba a transpirarle el rostro, salpicando gotas en el suelo.
— ¡Libertad!—contestaron, alejándose unos centímetros para escapar de la secreciones que despedía el dirigente.
Al finalizar la estudiantina, el dirigente, sin dejar la mesa, se arrancó el abrigo, dejando ver que debajo traía una camiseta timbrada con el rostro de William detrás de unos barrotes. La dramática escena rebulló los humores y comenzaron a corear el nombre de William con vigor.
—Estas manifestaciones dan vergüenza, se la tiran de Gandhi.
—Pura moda, se ponen su uniforme como si formaran parte de una cofradía selecta.
María, que se detuvo en la cabina de vigilancia para solicitar un taxi, oía a los empleados reunidos allí para observar y críticar los aconteimientos que se estaban desarrollando.
—Más de lo mismo—dijo uno de ellos—. Gritos, discursillos, un par de foto y pa´ la casa, a darle like a las publicaciones.
—La juventud desperdiciando sus fuerzas—murmuró un profesor que impartía clase de cálculo y que solía ser bastante quisquilloso— ¿Y usted? ¿Por qué no está con sus compañeros?
María no le escuchaba, su atención se encontraba retraída en la actitud chocante y esquiva que arrastraba Daniel desde que el padre de Rubén apareció en su casa. Ella, más que asustarse por el arma que traía, notó el sufrimiento en la voz quebrada de Jorge, que dejaba ver, por su forma de tomar la pistola, que nunca antes había tenido una en sus manos. En sus ojos solo se veía el brillo, ensombrecido y lacrimoso, del desconsuelo. "¿Cómo puedo seguir con él, sabiendo que fue capaz de eso?", pensó.
—Joven ¿se encuentra bien?—el profesor sacudió ligeramente el hombro de María.
—Sí, bien—contestó a media voz.
— ¿Entonces?
— ¿Entonces qué?—le dijo, no comprendiendo al profesor.
— ¿Por qué está aquí, alejada y no apoyando a sus compañeros?—repuso él.
—No me gusta perder el tiempo—respondió lacónicamente.