Relatos, versos y otros cuentos.

El amor se muere

—¿Qué hacen?—gritó Lucía—. Él no es uno de ellos. Deténganse, lo conozco.

Los cinco gorilas que tenía de seguridad soltaron a Ernesto que creyó que le arrancarían los brazos.

—¡Fuera todos! Váyanse—ordenó la niña Pernalete con el talante del comisario—. ¿Estás bien?

Ernesto sacudió su brazo al sentirse tocado por ella. Comenzó a girar el cuello que pensó que se lo quebraron con la fuerza de la llave.

—¿Desde cuándo la hija del comisario necesita tanta seguridad? Acaso la princesa roja ya no puede cuidarse ella misma...

—Desde el momento en que tus amigos amarillos declararon que yo era la que coordinaba las torturas de William. Han agredido a mi padre y a mi en dos ocasiones, ahora no podemos salir sin contar con todos esos tipos.

—Ahí tienen las consecuencias. Deberías confesar que sí participaste en todo.

Lo cierto era que declarar la verdad para desmentir a los amarillos al confesar que la hija del comisario fue la que ayudó al "enemigo" en su liberación, consistiría en la expulsión del partido y en el retiro inmediato del cargo de su padre, dejándolos a la deriva en un momento de tensión política extremadamente delicado. No era el tiempo adecuado para hacerlo, porque ella, en ese instante, donde la borrasca de emociones, remordimientos y recuerdos azotaban las velas de su consciencia, no se veía siendo otra que la que venía siendo desde el fallecimiento de su madre.

Además de sentirse indefensa por la persecución que inició hacia su persona, lo que la tenía sumida en hondos ataques de nervios era que iniciara el seguimiento de los rojos, que si la de los amarillos era mala, la de los rojos era terrible.

—Ven—le dijo Lucía, que le volvió la espalda.

—¿Qué? Me vas a entregar a tus gorilas o me llevarás directamente a la cámara del comisario para que me torturen.

—Nada de eso. Mi papá no está. Tú y muchos, miran solo la imagen que yo les di a ver. Admito que es por mi causa, pero desde que te conocí no he podido retener a la Lucía que lleva tiempo encerrada en una celda peor que todas las de este país—en su voz se presenciaba el tono transparente de la sinceridad—. Sígueme, te quiero mostrar quién soy yo.

Subió los primeros peldaños de una larga escalera y se detuvo. Esperó unos segundos, que fue el tiempo necesario para que Ernesto diera los primeros pasos y la siguiera por un pasillo que parecía no tener fin, lleno de puertas a cada lado y donde estaba una de ellas entreabierta en el fondo.

Ernesto guardaba la distancia, en su interior se disputaba la entrega total y la alarma de precaución que le gritaba que huyera.

—¿Querías ver mi cuarto?—empujó ligeramente la puerta, dejando salir un aroma a lavanda y canela de su interior—. Aquí encontrarás a la Lucía que tú salvaste por ser el único que la pudo ver.

En la habitación alfombrada predominaba el color rosa que contrastaba en armonía con los colores pasteles de las sábanas y las cortinas. En una de las esquina reposaba un oso de peluche que doblaba la estatura de sus guardaespaldas. Las paredes estaban revestidas de fotos y pinturas que llevaban su firma. Todo parecía acolchado, frágil y empalagoso. Infantil, delicado y lleno de una atmósfera inmaculada pero solitaria, que imploraba algo de compañía y amor.

Las cosas parecían ordenadas con la meticulosidad de un obsesivo: la repisa llena de libros que no contenía ni una viruta de polvo. Bolígrafos, lapices y marcadores de todos los colores ordenados cromáticamente en unas gavetas transparentes. En el suelo quedaron los clichés y los estereotipos porque aquello era cualquier cosa menos la recámara de una "revolucionaria".

—Siempre tuve el presentimiento de que eras una muñequita de trapo—exclamó Ernesto tras reír por unos minutos. Secó el llanto que le provocó la risa y cayó en cuenta, al ver a Lucía con la piel de manzana, que era la primera vez que enseñaba su habitación a alguien más. Todo allí era el reflejo de su alma aprisionada.

Se acercó a la mesa que estaba cerca de la cama (una cama que a parte de colgarle un largo dosel, no existía espacio que no estuviera cubierto por distintos peluches y cojines con formas de flores) y tomó el portarretrato.

—¿Es tu mamá?

—Sí, es de unos meses antes de fallecer.

—Se ve que era alegre y muy dulce.

—Lo era. Y, allí como se ve, con su sombrero campestre y el cabello rubio (por ella Lucía teñía su cabellera de ese color y no mantenía el color avellana natural) tenía el carácter y la paciencia para controlar a papá.

—Uy, debió ser una mujer muy dura.

—Para nada, lo conseguía siendo cariñosa y comprensible con él. El amor que le tenía y le desmostaba era la más grande debilidad de papá. Al morir ella, no hubo nadie que pudiera contenerlo.

Lucía quitó de la mano el retrato de su madre y lo dejó donde estaba. Se acercó lo más próximo a Ernesto, sabiendo éste que esa era la petición de cubrirla con sus brazos.

—Lo siento—dijo él a su oído—. Disculpa por dudar de ti, de quien eres.

—No tengo nada que perdonarte, más bien debería agradecerte por seguir estando aquí, queriéndome, a pesar de que te he causado terribles daños.



#1785 en Otros
#414 en Relatos cortos

En el texto hay: humor, reflexion, amor

Editado: 17.04.2021

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.