La débil claridad de la luna y el vapor que despedían los faroles, iluminaban escasamente el perímetro de la plaza mayor. Las luces del semáforo dónde solía esperar a que alguien se fijara en ella, se demoraba en cambiar. Aquel artefacto alargado y apunto de desprenderse, a esas horas y en medio de las calles desoladas, tenía un sentido distinto: un objeto recordatorio.
Desde que salió del hospital esa mañana, donde acompañó, junto con otros, las agonizantes horas de Jorge, que terminó por fallecer al colapsarle los pulmones por la infección no atendida a tiempo ni con los medicamentos necesarios, no se había movido del banquillo.
Sentada, sintiéndose aplazada por la existencia en ese mundo sesgado e inerme que la cubría, se imaginó acompañada por Rubén con cuyo padre se había reencontrado. Como si estuviera a su lado, su voz acudía a consolarla, recitando en su mente los mejores versos, desde ese lugar remoto, eterno e inalcanzable para los seres vivos.
Embalsamada con la oscuridad incompleta de la plaza, inmersa en las palabras que excitaban su llanto, no atendió ninguna de las llamadas y mensajes de Daniel, que semanas atrás dejaron de estar juntos. Aturdida esta de la insistencia de él por reconstruir una relación inservible que careció desde el inicio de buenos cimientos.
En esos paréntesis temporales en los que se hallaba no existía nada más que el Poeta y sus versos, que si antes sirvieron para auxiliarla, ahora actuaban como bitácora para orientar el buen curso de vida.
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William no volvió a ser el mismo, la tortura que lo dejó sordo de un oído y amputado de su carácter humano, sumando la lamentable pérdida de Jorge, lo sumieron en un estado meditabundo, casi zombi, donde se comunicaba poco.
El conjunto entero de sufrimientos extremos le alteró la atención y el sentido de vida que creyó poseer antes de ser devorado por las entrañas del Gólgota, desaparecieron.
En las últimas clases que asistió en la universidad (acompañado y respaldado por Ernesto, que de ser protegido pasó a ser protector, cuidándolo de las burlas y el acoso de algunos compañeros) no hacía más que líneas furiosas, ralladuras en diferentes direcciones, que no aparentaban sentido alguno, en las hojas de las libretas. Resuelto a matar el tiempo durante las lecciones académicas, ocupabas sus sentidos en jugar la vieja (tres en raya) consigo mismo, una y otra vez, página por página, hasta dejarlas llenas de tachones.
Como era de esperar, todo ello se vio reflejado en sus calificaciones que, al igual que su deseo de vida, no hacía otra cosa que disminuir. En una clase de economía tomó la decisión de mandar al carajo los estudios, porque estos no eran suficientes para encontrar un objetivo que le restituyera las ganas de vivir.
La amistad con Ernesto, que se esforzaba por ayudarle, se transformó en momentos constantes de reflexión. En uno de los tantos ir y venir por las calles de Santa Carolina, entre un paseo y otro, la idea finalmente llegó. Con los ojos desorbitados y medio tembloroso por la revelación, solo pudo decir:
—Necesito hablar con María.
Por otra parte, la vida de Ernesto no presentaba mayor diferencia a las de William. Estaba por culminar la universidad con un índice poco destacado, que lo llevaría a amontonarse con la media social.
Su mayor padecimiento era el haber dejado de comunicarse con Lucía. La distancia y la falta de encuentro, redujeron a cenizas aquella flama que tuvo como punto de ignición la noche en la habitación rosada. La vía móvil, único medio que disponían para mantenerse en contacto, no alcanzaba para satisfacer el inconmensurable deseo de estar con ella.
Veía las noticias y las publicaciones donde figuraba su amada, que pasó a liderar un grupo de mujeres que levantaban los estandartes de la igualdad y el empoderamiento femenino, que tan buena falta le hacía a la nación. El orgullo que sentía por ella, al saber que su temperamento impetuoso y a la vez tan sensible, estaba al servicio de una buena e importante causa, era incalculable.
Así que el sabor del primer y último beso, que tenía un gusto postrero, era cierto. No se volvieron a ver ni a saber directamente el uno del otro. "El cadáver de nuestro amor prematuro no lo resucita ni Dios" se repetía Ernesto cada noche con el fin de clausurar el recuerdo y la ilusión que quedó encerrada en el dormitorio de Lucía. La vida continúa, aunque no siempre como se anhela.