Eso
En lo más profundo del bosque solo debería reinar el canto de los pájaros, los susurros del viento al mecer a las hojas y los sonidos de algunas otras criaturas. Sin embargo, hay algo que rompe con esta normalidad, se trata de pasos, pasos frenéticos que no se detienen.
Priscila corre y corre sin mirar atrás. A pesar de que siente que sus pulmones se quedan sin aire, que los pies le sudan y que algunas ramas hacen finas líneas en sus brazos, ella no se detiene. Algo la siga, la mujer no saben bien el “qué”, pero tiene la certeza de que una vez sea atrapada, su mundo se vendrá abajo. No sería la primera vez.
Por eso, sus pisadas rompen con la quietud del bosque, su respiración entrecortada y algunos segundos más tarde, sus gritos. En su desesperación, ella comienza a llorar, las lágrimas nublan su visión y dejan rastros en su cara.
—No de nuevo, no de nuevo —grita —por favor para.
Los árboles se alzan como titanes y con sus ramas evitan que ella pueda ver el cielo. Todo es oscuridad en medio de aquel camino que cada vez se hace más estrecho. Priscila comienza a sentir que solo ha estado corriendo en círculos, que no encontrará la salida. ¿Cómo llegó ahí en primer lugar? ¿Qué la condujo a aquello?
Las aves, aquellas que no hacen más que cantar y que tanto le gustaban ahora la ponen nerviosa. Desea que se callen esos «malditos pájaros» que no hacen más que «chillar». Priscila piensa en todo mientras corre, piensa en todo y a la vez en nada, cada vez siente que “eso” está más cerca, pareciera que se tratase de su sombra, pareciera que ni siquiera tiene la necesidad de correr. “Eso” va hasta donde ella se encuentre, no importa dónde esté.
Ella gira el rostro cuando tras correr por unos cuantos minutos tiene la sensación de que no la siguen. Al hacerlo, da un traspié y termina en el suelo. La mujer intenta amortiguar con sus brazos, pero aquello no logra que disminuya el impacto. Suelta una exclamación aguada al caer y se queda inmóvil sintiendo la tierra debajo de sí.
«No tiene caso correr», reflexiona. Por eso, solo se queda ahí, se permite cerrar los ojos, dejarse llevar por los sonidos de la naturaleza, dejar que la oscuridad la arrastre. Horas después, cuando por fin se levanta, no sabe si es de día o de noche.
Estudia el lugar con calma y la confianza que solo tiene aquel que ha caído en lo más profundo del pozo. Ya no siente miedo. Por primera vez, ella experimenta una quietud abrasadora, parece extenderse desde el centro de su cuerpo.
—Te esperaré aquí —grita refiriéndose al “algo”.
De pronto, alguien sale detrás de un árbol. Con pasos decididos, ese algo/alguien, se coloca delante de ella guardando un metro de distancia.
—No tiene caso si no corres —le dice y luego cruza los brazos. —Te daré 20 segundos para que empieces a correr.
—Ya no pienso correr —replica ella con una sonrisa en el rostro. Priscila y “eso” se observan, ahora, es “eso” quien tiene miedo.