Si quieres que esto sea una buena historia, debo empezar por el principio.
Nuestro mundo está dividido en tres continentes: Generea, tierra de delincuentes sin un ápice de inteligencia; Elandis, zona inhabitable por sus muchos rumores sobre “espíritus malvados” y Malloarea, cuna de la civilización tecnológica. Yo nací en Atalantir, una de las muchas regiones de Malloarea.
Este continente se caracteriza por el uso de la tecnología combinada con algo de magia para poder vivir sin que nada nos falte (no ocurre en todas las regiones, como más adelante te contaré). Fascinante, ¿no crees? Lástima que ya no queden magos como los de antaño… Ellos sí que sabían dominar y controlar el aura…No como los de ahora, los llamados “técnicos”, que solo saben manipular el aura para que sirva de fuente de energía. A pesar de que solo son una copia barata de los grandes hechiceros, la tecnología que usamos hoy en día es gracias a ellos.
Atalantir, además de ser un archipiélago compuesto por cinco islas, es uno de los pocos reinos en los que se prefiere lo tradicional antes que al progreso. Los atalantinos son gente de mar, que se ganan la vida pescando y comerciando. ¡Ojo! Hasta hace muy poco solo estaba permitido el comercio dentro de nuestras islas. No importábamos ni exportábamos nada a otros reinos. ¿Qué por qué? Pues porque sabemos que lo nuestro es lo mejor. Los atalantinos somos unos egocéntricos, lo admito, pero también somos los más sabios de todo el continente (o del mundo entero). Y somos los únicos que contamos con la fuerza de los dragones (aunque no los usemos en combate).
Como bien sabes, crecí sin madre. Esta murió dándome a luz y mi abuelo fue el encargado de criarme. Pasé mi infancia en una pequeña aunque acogedora casita en un pintoresco pueblo de Naiedi, la capital atalantina.
La vida en los pueblos es sencilla y monótona. Nunca ocurre nada perturbador y si ocurre se ignora. Pero la verdad es que mis vecinos no podrían presumir de haber vivido tranquilamente conmigo por el pueblo. Por aquel entonces yo era un huracán de vitalidad. No me gustaba estarme quieta. Iba de un lado a otro, sacando sonrisas y algún que otro improperio a los vecinos con los que me cruzaba. A pesar de los insultos, todos en el pueblo me querían. Tal vez les diera lastima por no tener padres (solía ver pocas veces a mi padre) y que un viejo chiflado, o sea mi abuelo, se encargara de mí. La gente del pueblo veía a mi abuelo como un loco que únicamente salía de casa para ir al templo a rezar.
Tenía unas pintas muy estrafalarias, siempre con su chaleco rojo y el pelo canoso alborotado, lo reconozco. Sin embargo, mi abuelo no estaba loco. Solo era más inteligente que el resto. Teague Sparrow, que Droko lo guarde, nació en el seno de una de las familias más ricas y poderosas de todo Atalantir. Abandonó la casa familiar por amor a una mujer nada noble, lo que conllevó a que lo desheredaran. Pero esa es otra historia, que si se presenta la ocasión, te la contare.
Mi abuelo fue el sabio que me hizo crecer como persona. Nunca he ido a una escuela. Teague no quería ya que según él, en las escuelas no enseñaban más que tonterías, por lo que él hacía de profesor las veinticuatro horas del día. Aprendí a leer a los cuatro años y tres meses más tarde ya sabía escribir. Con cinco años aprendí a distinguir todos los tipos de flores, árboles y aves que había en el pueblo. Y a los siete ya era capaz de jugar una partida de mimat en condiciones con mi abuelo. La verdad sea dicha, no le gané ni una sola vez.
Aunque todos me tenían cariño, no tenía muchos amigos. A pesar de ello, era feliz. La compañía de mi abuelo me bastaba y me sobraba. Mas un día, alguien nuevo se metió en mi vida, alguien que a día de hoy sigue siendo mi debilidad. Podría decir que hice una amiga.
No teníamos una vida de lujo, ni mucho menos, pero tampoco podíamos quejarnos. Aunque mi abuelo llevaba años retirado, todavía le quedaban unos ahorros. Pero claro, nada dura para siempre. Y cuando el dinero escaseaba, yo me encargaba de ganarlo.
No me malinterpretes. Lo que hacía no era nada malo y no me importaba hacerlo. Mi abuelo siempre decía: “Si algo se te da estupendamente, hazlo siempre que recibas algo a cambio”. Y yo siempre seguía sus consejos. Ya desde pequeñita tenía muchos dones y al que solía sacar partido era a mi voz. Me gustaba cantar y lo hacía muy bien (o eso suponía al ver todo lo que ganaba). Con una canción ganaba lo suficiente como para una quincena.
Recuerdo que mi público me aplaudía y me rogaba que cantara otra canción, mas siempre me negaba. Solo una canción por semana.
-¿Es por dinero?- me pregunto un día una niña. Me pidió que cantara otra y al negarme me ofreció dos ghamas. Aquella era una moneda de ricos. No dudé en aceptarlas. No haría daño a nadie que contra otra canción. Además, la que salía ganando era yo.
Mientras cantaba, observaba a mi “mecenas”. Era una chica vestida con un caro vestido (sabia reconocerlo porque no poseía ninguno) y con una caperuza que solo dejaba entrever unos mechones rubios y unos ojos de color esmeralda. Era el prototipo de chica guapa atalantina. Y tendría que ser muy importante para que dos hombres (sus guardias) no se apartaran de ella ni un segundo.
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Editado: 05.10.2018