De niña no me sentía querida, ni vista, ni protegida, todo producto de la negligencia familiar que me mantuvo cautiva. Aproximadamente a los ocho años de edad mis papás decidieron separarse, hecho que me atribuyó rencor instantáneo, no contra ellos, contra mí. Pensaba en ese entonces que yo era la causa, el origen del rompimiento, la calamidad. Recuerdo haber visto a mi padre en silencio, sentado en un viejo sillón de terciopelo empacando lo que serían prendas de vestir y libros de filosofía, más exactamente de Sócrates, pues era profesor de filosofía y se la pasaba alimentando su intelecto. Mi madre, por otro lado, nunca había salido de su comodidad, le gustaba estar en la sociedad amontonada, salir con sus amigas, disfrutar de los domingos en misa y celebrar la vida.