Renacer

Capítulo VI Encuentros

CAPITULO VI

Encuentros

EDRIAN
 

La playa se extendía bajo mis pies como un manto azulado lleno de olas mezclándose con el firmamento. Cientos de acantilados la rodeaban cercándola del mundo exterior, manteniéndola escondida, alejándola de todos.

Un viento frio azotó mi cuerpo produciéndome un estremecimiento. Froté mis manos sobre mis brazos para darme calor. El sol brillaba ya opaco frente a mí, estaba a punto de ocultarse, y el cielo comenzaba a teñirse de un color naranja intenso, con matices rojos y amarillos. Era tan impresionante, que lograba incluso quitarte el aliento, no podía imaginar que algún día todo aquello pudiese desaparecer, que alguien se hubiese atrevido a intentar destruir la creación más perfecta del Creador, de Dios, como deseen llamarlo. Sin embargo, ¿No me demostraba eso lo mucho que alguien puede equivocarse? ¿No me probaba lo increíblemente imperfecto que era todo? Si el mismo Creador pudo permitir que sus propios hijos intentasen traer el fin del mundo, porque aunque Gabriel hubiese estado poseído por Lucifer, al final todos éramos sus hijos, sus creaciones, si él lo permitió, entonces no significaba que él también se había equivocado, que ni siquiera Dios era perfecto. 

Aun así, nada de eso importaba ya, la única razón por la que había vuelto a aquella playa era por la Custodis, debía encontrarla, era la última posibilidad que me quedaba de volver a ver a Ana. Con el athame en mis manos podría invocar a Mikael, solo necesitaba tener algo que le perteneciera y su propia espada era más que suficiente, la daga del destino, la espada de Mikael.

Bajé el acantilado por una de sus orillas. Las empinadas y filosas piedras se imponían ante mí como grandes dientes rocosos preparados para incrustarse en mi piel, pero las sorteé con un poco de dificultad. Bajar no fue fácil, pero lo más difícil fue enfrentar los recuerdos que me atacaron como cristales rotos una vez que llegué a la playa. Todo seguía igual de apacible y perfecto, no había señal de lo que había ocurrido hacia solo unas cuantas semanas, el mar había borrado las huellas de la guerra, y sin embargo, mi mente evocaba con facilidad todas las imágenes, el lugar donde había caído Emil, mi fiel amigo, el único que siempre creyó en mí, que no me abandonó aun cuando había perdido la fe. Sentí un fuerte dolor en el pecho, tan parecido al que sentía cada vez que veía a Ana, solo que esta vez fue fácil de reconocer, era dolor. El sentimiento de pérdida me invadía haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera en sufrimiento. Emil había muerto por mi culpa, lo había guiado a una guerra que no le correspondía, al igual que Ana, todo era siempre mi culpa, cada persona a quien amaba terminaba muerta, como si fuese una maldición de la que no podía liberarme.

-Basta – Me dije a mí mismo, tenía cosas más importantes en las que pensar, debía encontrar la Custodis, sabía que estaba por aquí en algún lugar.

Cerré los ojos y traté de recordar el sueño que había tenido. Estaba seguro de que la Custodis había caído cerca de donde se encontraba Ana, pero todo se veía tan distinto ahora que no podía diferenciar una esquina de otra, no sabía contra cual acantilado había chocado Ana aquella noche.

-¿Dónde? ¿Dónde?

Todo parecía más de lo mismo, una y otra vez. Busqué entre los acantilados que me rodeaban, levanté rocas, escarbé entre la arena rogando porque el mar no la hubiese arrastrado con él. Tenía las manos cubiertas de cicatrices que no dejaban de sangrar, las rodillas me dolían de tanto estar arrodillado buscando entre la arena y las rocas. La garganta me ardía y la sentía completamente seca por toda la arena que había tragado, pero no me importaba, había vuelto a aquel lugar únicamente para encontrar el athame y no me iría de ahí sin él.

Revolví cada espacio de playa que conseguía, cavé cientos de hoyos en la arena, moví todas las rocas que encontré hasta que la espalda comenzó a dolerme protestando por todo el peso que levantaba, pero lo ignoré, dejé a un lado el dolor y continué mi búsqueda. La luna hacía horas que se alzaba en el firmamento cubriendo la playa de sombras y apenas tenues espacios de luz.

-¡Maldita sea! – Grité desesperado - ¿Dónde está?

Tomé una de las rocas que estaba a mis pies, las rodillas me temblaban por el peso, y la espalda sentía que se iba a quebrar en mil pedazos, pero la furia que sentía era mucho más fuerte, la apreté contra mi cuerpo y con un largo y profundo grito la lancé lo más lejos de mi que pude. Grité con todas mis fuerzas, golpeé las rocas a mí alrededor. El dolor se intensificaba cada vez más hasta que al final dejaba de sentirlo, y tenía que volver a comenzar.

-¡NO! – Bramé encolerizado - ¡No!

-No te muevas – Dijo una voz a mi espalda.

Me di la vuelta lentamente manteniendo las manos a la vista, solo para que comprobara que no iba armado. Ese era uno de los problemas de ser humano, cualquier cosa podía lastimarme, incluso matarme, y morir no estaba en mis planes, al menos no por los momentos.

Una mujer de un metro sesenta, aproximadamente, de cabello castaño claro y largo amarrado en una coleta encima de la cabeza, me apuntaba con un arma directo al corazón, estaba a solo medio metro de distancia y su mano no temblaba, estaba dispuesta a disparar a cualquier señal de movimiento.

-¿Quién eres? – Inquirió aún con el arma apuntándome.




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