CAPITULO X
Profecías
EDRIAN
Lo verdadero es siempre sencillo, pero solemos llegar a ello por el camino más complicado.
(George Sand)
Lo que denominaban "El Cuartel General" se trataba de una casa abandonada en las afueras de la ciudad. Estaba rodeada de varios kilómetros de bosque deshabitado, habían elegido ese lugar por su cercanía con la playa. Al parecer aquellos humanos conocían la verdad sobre lo que había ocurrido aquella noche, parecían saber quién era y qué me había ocurrido, aunque los detalles no estaban lo suficientemente claros para ellos.
Después de haber sido interrogado por el líder de la organización, Kraus, fui puesto en lo que me gusta denominar, libertad condicional, era libre de pasear por las instalaciones y escuchar las conversaciones, pero no tenía permitido abandonar aquel lugar.
-"Es por tu propia seguridad" – Había dicho Kraus al liberarme, pero yo no estaba muy seguro de eso.
La primera noche me dieron un cuarto con una cama improvisada sobre la cual dormir, no podía creer lo agotado que estaba. Después de revisarme el médico de cabecera de la organización, aplicar unos cuantos bálsamos, anestesia y unas vendas, me dejaron para que descansara. Pensé seriamente en la posibilidad de escapar de aquel lugar, pero no veía forma alguna de esquivar a los centinelas, o de si quiera moverme lo suficientemente lejos, con el cuerpo como lo tenía. Cerré los ojos y me sumergí en los pensamientos. El rostro de Ana lo abarcaba todo nuevamente, no podía dejar de pensar en ella, debía recuperarla costase lo que costase. Me dejé caer en un profundo sueño lleno de recuerdos de su rostro, que pronto se convirtió en una pesadilla, llena de sangre, fuego, guerra, ángeles y demonios por doquier, y Ana en el medio de todo. Desperté a la mañana siguiente sin recordar nada.
-Buenos días, ya era hora de que te levantaras, pensé que el Doc se había pasado de anestesia y te había matado – Replicó la voz de una mujer sentada en la esquina de la habitación.
Abrí los ojos deslumbrado por la claridad del sol. Me pasé la mano por el rostro para acostumbrarme a la luz. Kenia estaba sentada en una vieja silla de metal en una esquina y me miraba inquisitivamente.
-Así que... ¿Puedo preguntar de qué iba el sueño? – Preguntó divertida, y yo me limité a mirarla confundido – No dejabas de gritar, una y otra vez, Ana. ¿Quién es Ana?
No recordaba mucho del sueño, pero no cabía duda de que había estado gritando su nombre, Los iluminados no tenían idea de la existencia de Ana.
-Pensé que estaba libre – Dije sentándome en la cama - ¿O esa libertad implicaba un centinela?
-Eres libre. Solo vine a decirte que Kraus te espera en su oficina, quiere hablar contigo sobre algo. Para no ser nadie importante, como tan recalcabas en la playa, parece que has despertado cierto interés en el jefe.
Me levanté y me dirigí al lavabo. Me lave la cara para quitarme el sueño y tomé el cepillo de dientes nuevo que estaba en el lavamanos. Me miré un rato al espejo. Era extraño no ver los ojos azules devolviéndome la mirada. Me llevé la mano al costado herido, las vendas lo mantenían todo en su lugar, pero no podía ignorar los constantes puyazos de dolor cada vez que hacía un movimiento brusco.
-Bien, guía el camino – Indiqué una vez que volví a la habitación.
Kenia se levantó de la silla y comenzó a caminar. Llevaba el cabello recogido de la misma forma que la primera vez que la vi. Unos jeans negros, una camisilla azul oscuro y unas botas negras de combate la recubrían. Me encontré de alguna extraña manera observando cuidadosamente su cuerpo, la tela se adhería a él dejando al descubierto cada una de sus curvas, sacudí la cabeza para alejar los pensamientos que se comenzaban a formar en ella. Subimos las escaleras hasta la planta superior, unos cuantos hombres hablaban en voz baja en una de las esquinas; reconocí al doctor, un hombre de unos cincuenta años, cabellos veteados de blanco y un aspecto cansado, estaba hablando con otro hombre que nunca había visto, llevaba el cabello castaño corto, casi al ras de la cabeza, y tenía una contextura musculosa; me miró con cautela cuando pasé a su lado.
-Es aquí – Dijo Kenia abriendo la puerta de una de las habitaciones.
Entré en silencio y la puerta se cerró detrás de mí. La "Oficina" no era más que un cuarto con dos ventanas, un armario de madera corroído por termitas, una mesa a juego con varios libros en ella y unas sillas de metal antiguas.
-Por favor, siéntate – Dijo Kraus.
Hice como pidió, tomé asiento en una de las sillas dispuestas frente a la mesa.
-He estado un poco ocupado revisando unos cuantos libros, como podrás ver – Se excusó señalando el desorden – De hecho, creo que encontrarás muchos de estos interesantes.
-Lo dudo – Dije, no tenía ningún interés por leer ningún libro, por muy antiguos que pudieran ser.
-Los libros son una fuente incalculable de conocimiento. Nos hablan sobre historias, que pueden ser ciertas o falsas, pero que tienden a dejarnos una enseñanza. Si no conocemos la historia estamos condenados a repetirla una y otra vez.
-¿Me pediste que viniera para darme un sermón sobre la lectura? – Inquirí en tono cansino.