Renacer

Epílogo

EPILOGO

ANA

Era la segunda noche que no dormía. Al parecer ahora mi trasformación había sido completada, era un ángel en la totalidad de la expresión. Mi cuerpo ya no funcionaba como el de un humano. Poco a poco estaba perdiendo el apetito, podía sentir una energía y fuerza inacabable, sin siquiera descansar dos minutos al día. Mikael había dicho que sucedería de esa manera, que poco a poco mi cuerpo humano se iba a ir amoldando, y que la voz en mi cabeza desaparecería, quedaría callada para siempre, hasta que dejara finalmente el cuerpo.

Habían pasado cinco días desde que me había encontrado con Edrian, pero parecía una eternidad para mí. Castiel y Mikael habían llegado a la encrucijada solo segundos después de que Edrian hubiese desaparecido; no necesitaron mucho para comprender lo que había sucedido. El cuerpo que Lilith había estado poseyendo aún reposaba en el suelo cerca del círculo protector que había trazado Edrian.

-¿Dónde está? – Había bramado Castiel en cuanto llegó.

-No lo sé – Había respondido, y no era mentira, no tenía idea de dónde estaba Edrian, había desaparecido, yo le había pedido que lo hiciera.

-Mientes – Espetó furioso tomándome de los hombros - ¡Dime dónde está!

-¡Basta! – Mikael había intercedido por mí – No miente, no sabe dónde está.

Quise llorar y golpearlos a todos, desaparecer de aquel infierno que habíamos creado, pero no podía, por mucho que quisiese llorar, las lágrimas no llegaban a mí, estaba vacía por dentro, Edrian había desaparecido nuevamente y esta vez había sido por mi culpa, yo lo había alejado, había sido yo quien lo había obligado, le había mentido para que se marchara.

-¡Tú! – Exclamó Castiel señalando a Cristian – Sabías que esto iba a suceder.

-No sé de qué me estás hablando – Replicó con la mirada llena de odio.

-Eres un caído – Espetó asqueado – Un traidor a la causa.

-Creo que ya dejé claro a quien le soy leal – Respondió conteniéndose – No es mi lealtad lo que está en tela de juicio.

Castiel abrió los ojos indignado, sin dar crédito a lo que escuchaba. Como si aquellas palabras encerraran un significado que yo no comprendía, porque por mucho que intentase permanecer en aquel momento en específico, tratando de comprender y asimilar lo que estaba ocurriendo, la verdad es que mi mente se encontraba muy lejos de aquello, seguía aferrada a la última imagen que había tenido de Edrian, aquella en la que una sola gota de sangre bajaba por su rostro formando una larga e imparable lágrima que contenía todo el daño que le había hecho.

-¿Me estás llamando traidor? – Inquirió encolerizado.

-Simplemente estoy diciendo que yo no lo soy – Explicó Cristian apretando el puño.

Los ojos dorados del ángel caído brillaban con un tono dorado mucho más intenso del normal. No entendía por qué no me culpaba, por qué no decía de una vez que todo había sido mi culpa, por qué no decía la verdad sobre lo que había ocurrido en aquel lugar aquella noche. Yo no tenía fuerzas para hablar, no tenía sentido rememorar para ellos lo que no dejaba de formarse en mi cabeza una y otra vez, porque decirlo en voz alta, hablarlo con alguien más, solo podía empeorar las cosas, solo sería aceptar finalmente que Edrian había caído en la trampa de los demonios, tal cual como lo habían predicho los recipientes, que nuestro destino estaba marcado.

-Eso lo veremos – Había amenazado Castiel – Estarás bajo custodia hasta que descubramos lo que sucedió aquí.

No lo había vuelto a ver desde ese día. Había tratado de explicar que no había tenido la culpa de nada y que solo me había ayudado porque yo se lo había pedido, pero mis palabras no sirvieron de nada, Castiel no daba su brazo a torcer.

Los ángeles estábamos en estado de alarma. Las señales de que el apocalipsis estaba aquí eran demasiado contundentes. Cientos de ciudades habían sido abatidas por huracanes, tormentas eléctricas, granizo, tornados... la muerte estaba por doquier haciendo estragos entre los mortales. Quise ir hasta mi hermana y comprobar que estaba bien, pero todos los ángeles estábamos confinados en la casa del Humo Blanco hasta nuevo aviso. Habían llegado de todas partes, cientos de ángeles y arcángeles, reunidos en aquella inmensa casa, todos con una única preocupación en común, detener el apocalipsis. Sabíamos que solo era cuestión de tiempo antes de que todos los demonios y criaturas del inframundo salieran a sus anchas a devastar las ciudades y recolectar tantas almas como fuese posible.

Parecía que el peor de los días había llegado por fin. Sobre nosotros el cielo se había teñido de un color escarlata, parecido a la sangre, y llevaba noches así. Los rayos del sol apenas asomaba unas cuantas horas durante el día, y el mundo entero estaba sumido en una especie de oscuridad perpetua, que auguraba malos presagios.

El día del juicio final estaba aquí y la batalla parecía simplemente inminente.




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