El viento salado entraba por la ventana rota de la torre norte, la más alejada del resto de la mansión Lysvalen. Auren —¿o Elira?— permanecía sentada en el borde de la cama, observando sus propias manos con expresión neutra. Delgadas, pálidas, sin la fuerza ni los sellos rúnicos que una vez decoraron sus brazos como invocadora del Dominio. Y sin embargo… algo vibraba en su interior.
Los recuerdos eran dos, pero la conciencia era una sola.
Recordaba cómo lloraba Auren, encerrada allí como castigo por "desobediencia"… por atreverse a mirar a su madre a los ojos. También recordaba el sabor metálico de la sangre y el rugido de bestias milenarias muriendo a su lado como Elira. La diferencia era abismal.
—Me dejaste una vida rota… pero también el acceso a esta familia —murmuró al vacío—. Gracias, pequeña Auren. Descansa tú. Ahora me toca.
Un golpe seco en la puerta la interrumpió.
—¡Auren! ¡Ven a limpiar los establos, inútil! —gritó una criada al otro lado—. Y ni se te ocurra usar magia para acelerar el trabajo. ¡Te arrancarán los dedos si vuelves a tocar el grimorio familiar!
Silencio.
Auren se puso en pie.
Pero no obedeció.
—Tienes tres segundos para abrir esta puerta —insistió la criada.
Elira levantó una mano. Sintió cómo el poder sellado en el cuerpo respondía, aún débil, pero latente. No era suficiente para un hechizo verdadero… pero sí para un acto simbólico.
La cerradura explotó hacia fuera con una chispa de energía azulada.
La criada cayó al suelo, sorprendida.
—¡Tú… tú no puedes usar…!
—Silencio. —La voz de Elira era grave, serena, y sin embargo cada palabra resonaba como una sentencia—. Ve y dile a Lady Vereth que su hija ha despertado. Y que no volverá a arrodillarse.
La criada corrió.
Auren caminó por el pasillo de piedra, descalza, con la túnica gris aún sucia, pero erguida como si llevara una corona. Al pasar, otros sirvientes detenían su labor y murmuraban. No podían reconocerla. Ya no.
Y entonces, apareció él.
Un joven de cabello oscuro como tinta y ojos grises cruzó el pasillo desde el ala principal. No la miró directamente, pero algo en su andar, en la forma en que las bestias que lo seguían se mantenían silenciosas… le llamó la atención.
Kael Thorne.
El bastardo sin casa.
El chico de los establos que hablaba con las criaturas como si fueran hermanos.
Uno de los pocos que jamás se rió de Auren… ni se acercó.
Él se detuvo por un instante.
Ella también.
Los ojos de ambos se encontraron.
No dijeron una palabra.
Pero en ese cruce fugaz, se encendió una chispa. No de romance… sino de algo más primitivo. Reconocimiento. Rivalidad. Peligro.
Auren siguió su camino.
Y el mar, a lo lejos, rugió como si respondiera a su regreso.
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Editado: 18.05.2025