Los hermanos Blair
Su historia comenzó como un preludio oscuro y desastroso.
David Blair, el mayor, abrió el camino. Dueño de una presencia imposible de ignorar —donairoso, arrogante y peligroso—, conquistaba corazones de cualquier género con la misma facilidad con la que rompía juramentos. Su mente afilada y su cuerpo de acero lo hacían imparable.
Le seguía Toni Blair, el del medio. El más volátil. Su arrogancia encendía la sangre de quien se atreviera a cruzarlo. De mirada azul turquesa —fría como un disparo en la oscuridad—, Toni era el hombre más deseado y más temido en Las Vegas, Nevada.
Y, cerrando el trío, Josh Blair. El menor. El más impulsivo. El más brutal. Sin la máscara de refinamiento de sus hermanos, pero con una mente peligrosa, hecha para calcular muertes y victorias a partes iguales.
Cada uno era una pieza perfecta en el engranaje de muerte que llamaron Trinum. Su símbolo —un triángulo grabado a fuego— marcaba a los suyos y sentenciaba a los enemigos. Tres vértices. Tres hermanos. Tres condenas.
Todo comenzó el día que asesinaron a sus padres, Violetta y Chuck Blair. Con sus cuerpos aún calientes, David tomó el control. Y con el control, vino la venganza. Trinum nació de la rabia, de la sangre, de un odio tan profundo que ni la muerte pudo apagar.
Todo hecho en las sombras. Todo hecho clandestinamente.
Pero lo que nunca imaginaron fue que la justicia tendría un rostro.
Uno que no titubeaba. Uno que no perdonaba.
Su nombre: Maider Stone.
Maider apoyó la espalda contra la pared del callejón, la pistola aún oculta bajo la chaqueta. La noche olía a basura, a humedad... y a sangre próxima.
El eco de pasos resonó en el concreto. Toni Blair apareció primero, elegante y letal, como una bestia criada en un palacio de oro.
Sonrió. Esa maldita sonrisa de quien cree que nunca va a perder.
—No eres más que otra pieza rota del tablero, muñeca —dijo, su voz como seda sucia—. Nosotros escribimos las reglas aquí.
Maider levantó la vista.
No temblaba. No dudaba.
—Entonces es hora de quemar el tablero —susurró.
Disparó primero.
No hubo advertencias.
Porque en esta ciudad, la justicia no llega con sirenas.
Llega con balas.