Renacer en la Oscuridad

Capítulo 2: Encuentro en las sombras

El disparo retumbó en el callejón como un trueno en el vacío.

Toni Blair cayó de rodillas, sorprendido, llevándose la mano al costado ensangrentado. No estaba muerto. No aún.
Su sonrisa torcida seguía ahí, más cruel que antes.

—¿Eso es todo, Stone? —escupió sangre en el suelo—. ¿Un disparo mal dado y una amenaza vacía?

Desde las sombras, otros pasos se aproximaban. Más rápidos. Más pesados.
Josh Blair. David Blair.

Maider lo entendió al instante: ella no había cazado a una presa.
Se había metido en la madriguera.

Tanteó su cargador. Tres balas. Y afuera, tres monstruos que no pensaban dejarla salir viva.

Respiró hondo.
En esta guerra no se ganaba con fuerza.
Se ganaba con el hambre de sobrevivir más tiempo que ellos.

—Que empiece el infierno —susurró, alzando el arma de nuevo.

Y entonces corrió hacia el fuego.

Maider disparó. Una, dos veces. Toni gritó, retrocediendo como un animal herido.
Pero no era suficiente.

Desde la boca del callejón, los otros Blair emergieron, las armas listas, las sonrisas de quien ya se siente vencedor.

El mundo pareció cerrarse en un latido sofocante.
Maider lo sabía: sola, no tenía ninguna oportunidad.

Y entonces, el infierno rugió.

Una camioneta negra irrumpió en el callejón, los faros encendidos como cuchillas de luz.
Los disparos rebotaron contra el metal mientras el vehículo se deslizaba como un monstruo mecánico.
La puerta del copiloto se abrió de golpe.

—¡Ahora, Stone! —gritó una voz familiar.

Edward Tanner.
Chaqueta de cuero, revólver en mano, la mandíbula apretada como si fuera capaz de romper el mundo a dentelladas.

Maider no lo pensó dos veces. Corrió. Saltó dentro.

La camioneta chirrió mientras se alejaba del callejón, dejando atrás el eco de las maldiciones de los Blair y una nube de polvo y pólvora.

Dentro, Maider jadeaba, el corazón retumbándole en las costillas.
Edward no quitó los ojos del camino, los nudillos blancos sobre el volante.

—Llegaste tarde —murmuró ella, limpiándose la sangre de la mejilla.

Él sonrió apenas, con esa sonrisa rota que solo tienen los que ya han visto demasiado.

—Siempre llego tarde —respondió—. Pero no te dejo atrás.

En la ciudad podrida que los rodeaba, eso era lo más parecido a una promesa.




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