La noche había caído como un telón de terciopelo negro sobre Clover Field, y con ella, la lluvia.
Esa lluvia sucia que parecía querer lavar las calles... sin éxito.
Maider y Edward salieron disparados del edificio, las botas resbalando en el pavimento mojado.
El eco de los pasos de Toni Blair retumbaba delante de ellos, fundiéndose con el estruendo de los truenos.
—¡Va hacia el callejón norte! —gritó Edward, señalando.
Maider no necesitaba que se lo dijeran dos veces.
Corrió tras él, el arma lista en la mano, los sentidos a flor de piel.
Las luces de neón parpadeaban entre la bruma.
Sombras se movían en las esquinas.
La ciudad entera parecía contener la respiración.
Toni dobló una esquina, empujando a un vagabundo fuera de su camino.
El hombre cayó con un grito ahogado, perdiéndose en la oscuridad.
Edward disparó un tiro de advertencia al aire.
—¡¡Detente, hijo de puta!!
Pero Toni solo corrió más rápido, riéndose, como si disfrutara de la cacería.
Maider apretó los dientes.
Ese malnacido no podía escapar. No esta vez.
Dobló tras él justo a tiempo para ver cómo saltaba una cerca de alambre oxidado, desapareciendo en un patio trasero abandonado.
—¡Por aquí! —jadeó Edward.
Saltaron tras él, el alambre rasgándoles la ropa, la lluvia convirtiendo la tierra en lodo traicionero bajo sus pies.
El patio era un laberinto de coches viejos y basura olvidada.
Toni se movía como una sombra, esquivando obstáculos con una agilidad inhumana.
De pronto, Maider lo perdió de vista.
—¡¿Lo ves?! —gritó a Edward.
—¡Se metió en el viejo depósito! —respondió él, señalando un edificio desvencijado al final del patio.
Sin pensarlo, Maider corrió hacia allá.
Las puertas del depósito se balanceaban abiertas, golpeadas por el viento.
Dentro, la oscuridad era casi total, salvo por destellos intermitentes de relámpagos.
Entraron.
Y entonces, el mundo se congeló.
Un disparo.
Muy cerca.
Edward cayó de rodillas con un quejido, la mano en el costado.
—¡EDWARD! —chilló Maider, lanzándose hacia él.
Toni surgió de las sombras como un demonio, el arma todavía humeante en su mano.
—Game over, cariño —susurró, sonriendo de lado.
Maider no pensó.
No razonó.
Solo actuó.
Se impulsó hacia un montón de cajas apiladas junto a la entrada y las derribó con una patada salvaje.
La torre de madera cayó sobre Toni, atrapándolo por un momento.
Fue suficiente.
Maider rodó hacia Edward, sacó su arma y disparó a quemarropa.
Toni soltó un gruñido feroz y retrocedió, sangrando del hombro.
La lluvia golpeaba el techo del depósito como tambores de guerra.
Maider ayudó a Edward a ponerse de pie, ignorando el ardor en su propio cuerpo.
—Te tengo, te tengo... —murmuraba, medio para él, medio para convencerse a sí misma.
A duras penas, salieron del depósito mientras Toni, herido pero no vencido, desaparecía una vez más en la tormenta.
Maider alzó el rostro hacia la lluvia, sintiendo el sabor metálico de la sangre en los labios.
No había victoria.
No todavía.
La guerra apenas comenzaba.