Renacer en la Oscuridad

Capítulo 7: Lealtades de sangre

La lluvia no cesaba.
Se derramaba sobre Clover Field como una maldición líquida, empapando las calles, los techos, los cuerpos heridos que luchaban por no caer.

Maider arrastraba a Edward fuera del depósito, el peso de su compañero casi doblegándola.
Su sangre dejaba un rastro oscuro en el pavimento, se mezclaba con la lluvia, desapareciendo como si nunca hubiera existido.

Detrás de ellos, el eco de los pasos de Toni se desvanecía en la noche.

Un latido.
Otro.

Cada segundo que pasaba, Toni se alejaba más.
Cada segundo que pasaba, Edward sangraba más.

Maider apoyó a su compañero contra un muro de ladrillos, jadeando, temblando de furia e impotencia.

—Mierda, Ed... —susurró, presionando con las dos manos la herida en su costado.

Edward soltó un gemido bajo, la frente perlada de sudor frío.

—Vete... —murmuró con voz ronca—. Tienes que atraparlo, Maider... No dejes que ese cabrón se salga con la suya...

Maider apretó los dientes, negando con la cabeza.

—Cállate, Tanner. No voy a dejarte aquí —espetó.

Pero en su interior, la duda era un cuchillo girando en su estómago.

Podía oír las sirenas a lo lejos, acercándose.
Pero no llegarían a tiempo.
No antes de que Toni Blair desapareciera entre las sombras otra vez.
No antes de que Edward pudiera desangrarse.

Una decisión.
Una sola.
Y cambiaría todo.

Cerró los ojos un instante, sintiendo la furia y la culpa mezclándose en su pecho.

Toni Blair había asesinado, había torturado, había corrompido todo lo que tocaba.
Cazarlo era su deber.
Su misión.
Su venganza.

Pero Edward Tanner...
Edward era su compañero.
Su amigo.
Su única familia real en ese infierno llamado Clover Field.

Maider respiró hondo.

Y eligió.

—A la mierda la cacería —gruñó.

Se quitó la chaqueta y la ató fuerte alrededor del torso de Edward, improvisando un torniquete para detener la hemorragia.

—Aguanta, Ed. No voy a perderte también —dijo, con una dureza que no permitía discusión.

Le pasó el brazo sobre los hombros y lo alzó de nuevo.
Cada paso era una tortura.
El agua les llegaba a los tobillos, corriendo como ríos salvajes por las calles inclinadas.

Atravesaron un callejón en penumbras, esquivando contenedores oxidados y ratas que huían del diluvio.

El hospital más cercano estaba a diez minutos.
Diez eternos minutos.

Cada tanto, Edward perdía el conocimiento, su cuerpo cediendo bajo el peso del dolor.

—¡No te atrevas a morirte, maldito! —le gritaba Maider, casi rugiendo contra la tormenta.

La ciudad los ignoraba.
Como siempre.
Como a todos los que luchaban en la oscuridad.

Finalmente, las luces parpadeantes del hospital emergieron en la distancia, un faro frágil en medio del caos.

Maider llegó tambaleándose a la puerta de urgencias, gritando por ayuda.

En segundos, enfermeros y doctores se arremolinaron a su alrededor, arrebatándole a Edward de los brazos.

Ella se quedó allí, empapada, temblando, mirando cómo desaparecían detrás de puertas metálicas.

Sola.

Otra vez.

Apoyó la frente contra la pared fría, cerrando los ojos.

Sintió cómo su corazón latía salvajemente en su pecho, empapado de culpa y de rabia.

Toni Blair seguía libre.
Y ahora, más que nunca, ella iba a cazarlo.

Ya no era una operación.
No era una orden.
Era personal.

—Se acabaron las reglas —murmuró para sí misma.

Cuando Edward saliera de esa sala —y tenía que salir—
juntos iban a derribar el puto imperio de Trinum.
Piedra por piedra.
Sangre por sangre.

La guerra acababa de cambiar.
Y Maider Stone ya no pensaba jugar limpio.




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