Renacer en la Oscuridad

Capítulo 9: El precio de la lealtad

El callejón olía a metal oxidado y desesperanza.
Era el tipo de noche donde las estrellas ni siquiera se atreven a mirar.

Maider Stone revisaba su Glock, sentada en el asiento trasero del auto de Stephen.
Frente a ella, el objetivo: un pequeño almacén en ruinas donde uno de los corredores de Trinum —"El Tuerto" Ramos— hacía sus entregas.

Stephen tragaba humo de un cigarrillo, mientras vigilaba el almacén con los ojos entrecerrados.

—Diez minutos más, y ese cabrón estará en la bolsa —dijo, soltando el humo por la nariz.

Maider asintió, tensa.
Su corazón latía como un tambor de guerra.

Entonces, un golpe en la ventana.

Ambos saltaron, las armas en las manos.

Pero no era un enemigo.

Era Johannes Collen.
Su jefe.
Con el rostro endurecido como piedra, bajo la capucha de su abrigo oscuro.

Maider bajó la ventana, la mandíbula apretada.

—¿Qué demonios está haciendo aquí, jefe?

Johannes no sonrió. No alzó la voz.
Solo dijo:

—¿De verdad creíste que podías planear algo así... sin que yo me enterara?

Maider tragó saliva, lista para cualquier cosa. Incluso para una traición.

Pero Johannes se inclinó hacia ella, su voz fue un cuchillo.

—Quiero a los Blair tanto como tú, Stone. Quizá más.

Se incorporó y, sin pedir permiso, abrió la puerta y se metió en el asiento delantero.

—Tienen que caer —continuó, mirando de reojo a Stephen, que no bajaba el arma—. Y si hay que quebrar unas cuantas reglas... que así sea.

El silencio pesaba como un cadáver dentro del auto.

Finalmente, Stephen rió entre dientes.

—Vaya, vaya... Pensé que los policías viejos no sabían jugar sucio.

Johannes giró la cabeza hacia él, lento.

—He enterrado más bastardos de los que tú has conocido, muchacho. No me subestimes.

Maider sintió una chispa de respeto, fría y amarga, por su jefe.
Él entendía.
Él estaba roto, igual que ellos.

Johannes sacó un mapa arrugado del bolsillo y lo extendió sobre el tablero.

—El Tuerto Ramos tiene protección interna. Si entran ahora, se meterán en una emboscada —advirtió—. Pero yo puedo abrirles una puerta trasera.

Stephen silbó, impresionado.

—¿De dónde sacaste esa info, abuelo?

—Tengo mis fuentes —gruñó Johannes.

Se miraron, los tres.

Tres piezas rotas, tres almas en deuda, unidas por un objetivo: derribar el imperio podrido de los Blair.

—¿Listos para mancharse las manos? —preguntó Johannes, encendiendo su propia arma.

Maider asintió.

Stephen sonrió como el diablo.

Y entonces, como lobos en la oscuridad, salieron del auto y se deslizaron hacia el almacén, donde los monstruos los esperaban.

Esa noche no habría redención.
Solo justicia.

O algo que se le pareciera.




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