La mansión Blair, oculta en los límites de Nevada, parecía un animal dormido bajo la noche estrellada.
Desde lejos, sus muros de piedra vieja proyectaban una imagen de fortaleza impenetrable.
Desde adentro, era otra historia.
En la sala principal, iluminada sólo por una lámpara dorada que chisporroteaba débilmente, los tres hermanos Blair discutían en círculos como hienas sobre un cadáver.
David Blair, el mayor, golpeó la mesa con el puño.
—¡¿Qué carajos estabas pensando, Toni?! —rugió—. ¡Ese ataque fue imprudente! ¡Todo el maldito mundo sabe ahora que estamos detrás de los Smith!
Toni Blair, recostado en un sillón de cuero como si no le importara el mundo, se encogió de hombros.
—Los Smith nos debían una —dijo, su voz cargada de veneno—. Y pagaron. No fue más que justicia.
—Justicia... —David escupió la palabra como si le supiera a sangre—. No entiendes nada, ¿verdad? Esto no es venganza, es negocio. ¡Negocio, joder! Cada muerto innecesario nos acerca a la ruina.
Josh Blair, el menor, permanecía de pie junto a la chimenea, con las manos en los bolsillos y la mirada clavada en las llamas.
—Tienen razón los dos —murmuró, su voz apenas un susurro—. La sangre llama a más sangre... pero perder el control es peor.
David se volvió hacia Josh, su rostro una máscara de frustración.
—Tú también, Josh. ¿Desde cuándo eres tan filosófico? Necesito soldados, no poetas.
Josh alzó la mirada, sus ojos azules brillando fríamente.
—Quizá si escucháramos más y disparáramos menos, no tendríamos media ciudad lista para cortarnos la garganta.
Un silencio pesado se instaló entre ellos.
El triángulo perfecto que una vez formaron, la fuerza indomable que creó Trinum, empezaba a mostrar grietas invisibles, finas como una telaraña... pero letales.
David cerró los ojos por un instante, obligándose a recuperar el control.
—Escuchen... —dijo, su voz ahora más baja, más calculadora—. No somos idiotas. Sabemos que Clover Field está hirviendo.
Sabemos que esa maldita policía, Stone y Tanner, nos respiran en la nuca.
—Stone está fuera de combate —intervino Toni, sonriendo como un gato satisfecho—. Mi bala la dejó fuera de juego.
David lo miró, fulminante.
—¿Estás seguro? ¿La viste morir?
Toni frunció el ceño.
—No... pero una bala en el costado... no se levanta fácil.
Josh soltó una risa seca.
—Subestimar a tus enemigos es la manera más rápida de acabar con un tiro entre los ojos, hermano.
David asintió.
—Escúchenme bien, porque no repetiré: vamos a reorganizar el juego.
—¿Cómo? —preguntó Josh, aún frío.
—Vamos a limpiar la casa.
—David se inclinó sobre la mesa, su sombra deformándose bajo la luz trémula—. Vamos a eliminar a cada testigo, a cada contacto débil, a cada soplón. Nadie que sepa nuestros nombres va a ver otra mañana.
—¿Y si fallamos? —preguntó Toni con un destello arrogante en la mirada.
David sonrió, una mueca de lobo viejo.
—Entonces nos vamos al infierno con las botas puestas. Pero no antes de llevarnos a todos ellos con nosotros.
Un golpe en la puerta interrumpió la reunión.
Uno de sus guardias, temblando visiblemente, asomó la cabeza.
—Señores... tenemos un problema.
David apretó los dientes.
—Habla.
—Edward Tanner. Stephen Walker. Y Johannes Collen... —el guardia tragó saliva—. Están vivos. Y están armando algo grande.
La sangre pareció congelarse en el aire.
Toni maldijo en voz alta. Josh cerró los puños hasta que sus nudillos se pusieron blancos.
David no se inmutó.
Al contrario, su sonrisa se ensanchó como la de un asesino que olfatea un buen desafío.
—Perfecto —dijo con calma glacial—. Que vengan.
Se volvió hacia sus hermanos, sus ojos brillando como carbones encendidos.
—Esta vez... será una guerra abierta.
Y en algún lugar de Clover Field, mientras el triángulo se resquebrajaba y las sombras crecían, la muerte afilaba sus garras, esperando su turno para reclamar lo que era suyo.