La casa de las afueras era una ruina silenciosa.
Paredes desconchadas, ventanas cubiertas con tablones y el olor inconfundible de humedad añeja.
Era el escondite perfecto para fantasmas como ellos.
Edward acomodó a Maider en una cama improvisada con colchones viejos y mantas rasgadas.
Cada movimiento era una tortura para ella, pero la joven apretaba los dientes, negándose a dejar escapar un solo quejido.
Stephen había asegurado las entradas, poniendo trampas caseras que sólo un loco como él podría improvisar.
Johannes revisaba sus armas en la cocina, cada clic metálico sonando como una sentencia.
La tensión era un ente palpable, pegajoso como el sudor frío.
Edward vigilaba por la ventana, el rostro endurecido, el cuerpo aún vibrando de rabia.
Cuando un golpeteo suave sonó en la puerta trasera, todos se tensaron al instante.
—¿Amigos o enemigos? —preguntó Stephen, levantando su pistola.
—Déjenme ver —gruñó Edward.
Con la pistola lista, se acercó a la puerta y preguntó:
—¿Quién diablos es?
Una voz joven, trémula, respondió del otro lado.
—Soy Josh... Josh Blair.
El silencio cayó como un disparo en la habitación.
—¡¿Qué mierda...?! —murmuró Stephen, mirando a Johannes.
—Ábranle —ordenó el jefe, su voz un filo de acero—. Pero si intenta algo raro, dispárenle sin pensarlo.
Edward abrió la puerta apenas unos centímetros.
Del otro lado, Josh Blair, el más joven de la infame familia, alzaba las manos temblorosas.
No llevaba armas visibles.
Sólo un rostro desencajado, pálido, que no encajaba con la imagen brutal de sus hermanos.
Edward lo desarmó de un empujón, revisándolo a fondo.
—¿Qué demonios quieres? —escupió.
—Hablar —dijo Josh, casi susurrando—. No vengo a pelear.
Johannes asintió.
—Adentro. Y rápido.
Josh entró, encogiéndose ligeramente al sentir todas las miradas pesadas sobre él.
Cuando sus ojos se posaron en Maider, su expresión cambió.
Un destello de culpa brilló en su mirada azulada.
—¿Qué tienes que decir? —preguntó Johannes, cruzado de brazos.
Josh tragó saliva.
—Esto... esto no debía pasar así —dijo, la voz quebrándose—. La muerte de Becca Smith... no estaba planeada.
Stephen soltó una carcajada amarga.
—¿Y se supone que debemos creerte?
Josh bajó la cabeza.
—Fue Toni —confesó—. Se salió de control. Ella no debía morir. Solo iban a secuestrarla... usarla para presionar a su padre.
Edward apretó los puños hasta que los nudillos le dolieron.
—¿Presionar? ¿Jodiéndole la vida? —rugió—. ¡La mataron como a un maldito animal!
Josh dio un paso atrás, temblando.
—Yo no estuve de acuerdo —dijo, con lágrimas amenazando sus ojos—. No quería...
¡No quiero seguir haciendo esto!
Stephen soltó una maldición entre dientes.
Johannes se acercó lentamente, como un león evaluando a su presa.
—¿Entonces qué haces aquí? ¿Qué quieres de nosotros?
Josh respiró hondo.
—Quiero que... quiero que no sigan con la guerra —dijo, la voz suplicante—. No quiero que haya más muertos.
Yo no puedo traicionar a mis hermanos —confesó, con el rostro desencajado—. Si los traiciono, me matan. Si lucho contra ustedes... también moriré.
Estoy atrapado. ¡Maldita sea, estoy atrapado!
Por un momento, sólo se oyó el zumbido de la electricidad vieja.
Edward miró a Johannes.
Miró a Maider.
Recordó el disparo, el grito ahogado, la sangre.
—¿Y crees que vamos a perdonar todo... porque lloriqueas como un niño asustado? —escupió Edward—. ¡Casi la matan, maldito cobarde!
Josh cayó de rodillas.
Literalmente.
Se arrodilló en medio de ellos, las manos temblando.
—¡Sólo quiero detener esto!
¡Lo juro!
¡Lo juro por mi vida!
Stephen negó con la cabeza.
—Ya no hay marcha atrás, muchacho.
Pero Johannes alzó una mano.
—Espera.
El jefe caminó hacia Josh, inclinándose ligeramente.
—¿Quieres que esto termine?
Entonces tráenos algo.
Josh alzó la cabeza, con los ojos desorbitados.
—¿Q-qué cosa?
Johannes sonrió apenas.
Una sonrisa fría. Sin alma.
—Información.
Josh dudó.
—No puedo traicionarlos...
Johannes se inclinó aún más cerca.
—No vas a traicionar a nadie.
Sólo vas a sobrevivir.
La amenaza implícita colgaba en el aire, gruesa como una soga.
Josh apretó los ojos.
—Está bien... —susurró.
—Bien —dijo Johannes, incorporándose—. Entonces empieza a hablar.
Horas después, cuando Josh finalmente se fue, Stephen cerró la puerta con un cerrojo improvisado.
—¿De verdad vamos a confiar en ese mocoso? —preguntó.
Edward no respondió.
Estaba demasiado ocupado limpiando el sudor de la frente de Maider.
Ella abrió los ojos, apenas un instante.
—¿Qué... pasó?
—Todo bajo control, Stone —murmuró Edward—. Todo bajo control.
Mentía.
La guerra no había terminado.
Solo estaba cambiando de forma.
Y ahora... las reglas eran más sucias, más sangrientas, más clandestinas que nunca.