La noche caía como una lápida sobre la ciudad.
Dentro del edificio gubernamental donde Maider, Edward, Stephen y el propio Johannes Collen planeaban su jugada final contra los Blair, el aire estaba saturado de tensión.
Stephen pasaba diapositivas en la pantalla: rutas de escape, registros bancarios, redes de tráfico.
Edward, aún con una venda en el costado, mascaba chicle de forma nerviosa.
Maider hojeaba informes sin realmente verlos; su mente estaba lejos.
Johannes se mantenía de pie frente a ellos, con las manos entrelazadas a la espalda, sus ojos sombríos, como si cargara una historia que ninguno de los presentes conocía.
Hasta que, finalmente, habló.
Su voz, grave y amarga, rompió el silencio.
—Sé que muchos de ustedes piensan que perseguimos a los Blair sólo porque son un peligro público —comenzó, caminando lentamente frente al equipo—.
Pero para mí... esto es personal.
Todos levantaron la vista, sorprendidos.
Incluso Edward dejó de masticar.
Maider se tensó.
Johannes inspiró hondo.
Su sombra se proyectaba larga y oscura sobre la sala.
—Hace trece años —prosiguió—, yo tenía una hija.
Mi niña, Ana Collen.
Tenía ocho años.
El dolor en su voz era tan palpable que la atmósfera se volvió densa.
—Un día... desapareció.
El silencio se hizo absoluto.
Sólo se escuchaba el zumbido lejano de las luces.
—Pasé meses buscándola —continuó Johannes, su mirada perdida—.
La policía no encontró nada.
Ni una pista.
Hasta que recibí un paquete.
Hizo una pausa, su garganta moviéndose con dificultad.
—Era un dedo.
De ella.
Maider apretó los puños sobre la mesa.
Edward bajó la cabeza.
Stephen maldijo entre dientes.
Johannes sonrió, pero fue una sonrisa rota.
—Un mensaje vino con el dedo.
Un triángulo, dibujado con la sangre de mi hija.
Todos comprendieron al instante.
Trinum.
Los Blair.
—Nunca lo confirmé —siguió Johannes, la voz endureciéndose—.
Pero siempre supe que fueron ellos.
Una de sus primeras extorsiones, uno de sus primeros "avisos" de lo que serían capaces de hacer.
Dio un paso hacia adelante, apoyando las manos sobre la mesa.
Sus nudillos se pusieron blancos.
—No pude salvarla entonces.
Sus ojos, dos pozos de dolor y furia, buscaron a cada uno de sus agentes.
—Pero puedo asegurarme de que ellos jamás vuelvan a tocar a otra familia inocente.
Un silencio solemne envolvió la sala.
Una promesa silenciosa de que esta guerra ya no era sólo por justicia.
Era por sangre.
Más tarde esa noche, el equipo repasaba el plan.
Usarían a Stephen como cebo, contactando a Josh bajo el pretexto de ofrecerle una salida segura, sabiendo que Josh, en su miedo y culpa, mordería el anzuelo.
Mientras tanto, Edward y Maider encabezarían el asalto encubierto a una de las casas de seguridad de los Blair.
Todo debía ejecutarse con precisión quirúrgica.
Un error, y estarían muertos.
En otro rincón de la ciudad, Josh caminaba inquieto en un hotel de mala muerte, con el corazón latiéndole a mil por hora.
Había recibido el mensaje de Stephen.
Sabía que era una trampa.
Pero también sabía que no podía seguir así.
Que si Toni seguía desatado, todos terminarían muertos.
Recordaba demasiado bien la masacre de la familia.
La forma en que Toni, manchado de sangre, reía como un demonio mientras pateaba los cuerpos.
Niños.
Madres.
Pidiendo piedad.
Y él, Josh, paralizado de miedo, incapaz de hacer algo.
—Maldito seas, Toni —susurró, apretando los dientes—.
Nos condenaste a todos.
Las noticias seguían bombardeando la ciudad.
Videos filtrados de Toni en la escena del crimen.
Su rostro, antes un fantasma en los archivos de la policía, ahora en todas las pantallas.
Expertos declaraban que Trinum ya no era el cartel silencioso que conocieron una vez.
Eran una organización quebrada.
Agonizante.
Y por eso mismo, más peligrosa que nunca.
Mientras tanto, en una vieja fábrica abandonada, David Blair esperaba a Josh.
Cuando su hermano menor llegó, David lo arrastró hacia una esquina apartada.
Sus rostros estaban serios, sombríos.
—¿Lo viste? —preguntó David, con la voz grave.
Josh asintió, frotándose la cara.
—Todos los medios.
Ya no somos sombras.
David apretó los labios.
—Toni nos está hundiendo, Josh.
Josh tragó saliva.
—¿Qué vamos a hacer?
David miró hacia la oscuridad.
—Si sigue así... si vuelve a romper nuestras reglas...
Tendremos que detenerlo.
—¿Detenerlo cómo? —preguntó Josh, aunque ya conocía la respuesta.
David lo miró directo a los ojos.
—Con una bala, hermano.
Una sola.
Al corazón.
Josh sintió un frío helado recorrerle la columna.
Pero también supo que David tenía razón.
Toni había cruzado la última línea.
Ya no era su hermano.
Era un monstruo.
Un monstruo que ellos mismos habían creado.
Y ahora, tendrían que matarlo.
O morirían todos.