Renacer en la Oscuridad

Capítulo 23: Pecados de Sangre

El amanecer cayó sobre la ciudad como un sudario de hierro.
Las luces de neón parpadeaban con resaca.
El mundo, ajeno a la tormenta que se gestaba en las entrañas de Trinum.

David Blair caminaba de un lado a otro en su despacho improvisado.
Josh, sentado en una silla destartalada, tenía la cabeza hundida entre las manos.
Ambos sabían que el tiempo se agotaba.

—Toni está fuera de control —gruñó David, deteniendo su paso brusco—.
Y tú casi nos condenas a todos.

Josh no se defendió.

No podía.

David apretó los puños.

—No te culpo por querer salir de esto, Josh —dijo, su voz más cansada que molesta—.
Pero hay cosas que no puedes cambiar.

Josh alzó la vista, sus ojos rojos de cansancio y culpa.

—¿Por qué no se lo dijiste nunca?
¿Por qué no le contamos la verdad?

David miró por la ventana rota.

—Porque la verdad lo mataría más rápido que una bala.

Un largo silencio cayó entre ellos.

Finalmente, David habló.
Su voz, un susurro rasgado:

—Nuestros padres no murieron en un accidente.
No fue un asalto al azar.

Josh sintió que el mundo se inclinaba bajo sus pies.

David cerró los ojos un momento antes de continuar:

—Papá... papá trabajaba para ellos.
Para la Red de Delaware.
Era su contador, su lavador de dinero.

Josh tragó saliva, incrédulo.

David siguió, sin mirarlo:

—Cuando intentó salir del negocio, los traicionó.
Se quedó con millones que no le pertenecían.
Pensó que podía esconderse.
Que podía negociar.

Sacudió la cabeza, amarga sonrisa en los labios.

—Nadie engaña a Delaware.

—¿Mamá...? —preguntó Josh, temblando.

—Mamá no sabía nada —respondió David—.
Fue... daño colateral.

Josh se tapó la boca, como si el dolor fuera un vómito a punto de salir.

Toda su vida había sido una mentira construida sobre cadáveres.

David se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Formamos Trinum para vengarlos —dijo, su voz endurecida—.
No por justicia.
Por orgullo.
Por sangre.

Josh negó con la cabeza, las lágrimas cayendo silenciosas.

David susurró:

—Pero ahora... ahora Trinum se pudrió desde dentro.

Mientras tanto, en otro punto de la ciudad, Toni Blair se arrastraba a través de sus propios delirios.

El disparo que recibió de Edward no había matado su cuerpo, pero sí había quebrado su mente.

En la oscuridad de una habitación abandonada, Toni se enfrentaba a sus peores demonios.

Recordaba la noche anterior.

Recordaba cómo había entrado a esa casa.

Cómo había vaciado su pistola sobre una familia inocente.

Madre.
Padre.
Niños pequeños.

Los rostros los veía ahora en todas partes.

En el reflejo sucio del televisor apagado.
En los charcos de sangre seca.

Había cruzado una línea que él mismo había jurado no romper jamás.

"No mujeres. No niños."

Una regla sagrada.

Una regla que ahora yacía destrozada a sus pies.

Los medios no tardaron en hacer leña del árbol caído.

Cámaras de seguridad, grabaciones de celulares, testigos horrorizados:
La imagen de Toni Blair, manchado de sangre, escapando de la escena, se esparció como pólvora.

Noticieros, redes sociales, periódicos.
Su rostro estaba en todos lados.

Ya no eran fantasmas.

Ahora tenían nombre.
Rostro.
Y precio.

El anonimato de Trinum había muerto.

Toni lo sabía.

Por eso, cuando recibió la llamada de David, supo que no era una invitación.
Era una sentencia.

La reunión fue tensa.

David, Josh y Toni.

Tres hermanos.
Tres destinos cruzados.

David sirvió whisky barato en tres vasos, pero sólo dos fueron tomados.

Toni estaba demasiado agitado para beber.

—¿Qué carajos quieren? —escupió Toni.

David no sonrió.

—Queremos que pienses con la cabeza fría —dijo—.
Has puesto un blanco sobre todos nosotros.

Toni bufó, sus ojos inyectados de ira.

—¡No me vengas con moralidades ahora, David!
¡No después de todo lo que hemos hecho!

David sostuvo su mirada, imperturbable.

—Hay líneas que no se cruzan, Toni.

Josh intervino, su voz temblorosa:

—No niños, Toni...
No mujeres.

Toni rió sin humor.

—¿Ahora son santos?
¿Después de todo?

Se inclinó sobre la mesa.

—¡Yo soy Trinum!
¡Sin mí no son nada!

David no pestañeó.

Sacó una pistola de debajo de la chaqueta y la dejó sobre la mesa, sin apuntarla, pero con la amenaza flotando en el aire como veneno.

—Si sigues arrastrándonos al infierno —dijo con un susurro de acero—, seremos nosotros quienes acabemos contigo.

Toni se tensó.

Por primera vez en su vida, sintió el peso real del miedo.

No a la ley.
No a los enemigos.

A su propia sangre.

A sus hermanos.

Esa noche, Toni no durmió.

Se sentó en el borde de su cama, sudando frío, la pistola en su mano.

Miraba la puerta cerrada como si en cualquier momento se fuera a abrir.

Y sabía que si eso pasaba...

No serían negociaciones.

Sería el fin.




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