La ciudad ardía en rumores.
La lluvia, esa noche, caía como una maldición, borrando huellas, lavando la sangre de las calles... pero no los pecados.
Toni Blair se movía entre la oscuridad, empapado, su abrigo pesado por el agua y el peso invisible de su conciencia.
Cada paso retumbaba en su cabeza como el eco de una campana fúnebre.
Sabía que había perdido el control.
Sabía que no era el mismo desde aquella noche en que la sangre de una familia inocente cubrió sus manos.
—¡Maldito imbécil! —había gritado David esa mañana, después de que los noticieros inundaran los televisores con su rostro—.
¡Nos expusiste, Toni! ¡Ahora Trinum se tambalea por tu sed de sangre!
Toni solo había bajado la cabeza.
No había justificación posible.
La imagen del niño pequeño, con su osito de peluche manchado de sangre, le perseguía como un espectro.
Había roto la única regla sagrada.
Había matado a inocentes.
Había matado niños.
Y ahora... alguien vendría a buscarlo.
Del otro lado de la ciudad, Maider Stone cargaba su arma mientras se colocaba una chaqueta de cuero negro sobre la camisa.
Su cabello, recogido en una coleta apretada, goteaba por la humedad del ambiente.
A su lado, Edward Tanner verificaba su munición, aún con el brazo vendado, los labios apretados en una mueca de dolor y determinación.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto tú sola? —preguntó en voz baja.
Maider asintió sin mirarlo.
—Esto... es personal.
Edward no insistió.
Sabía que no podría detenerla.
Sabía que, en el fondo, Maider necesitaba cerrar su propio infierno.
La cita estaba marcada: el callejón de las viejas bodegas industriales, donde la luz de los faroles parpadeaba como velas moribundas.
Toni llegó primero.
Apoyó la espalda contra una pared y encendió un cigarro con las manos temblorosas.
Cuando Maider apareció al final del callejón, no parecía un agente de la ley.
Parecía un ángel caído.
Su caminar firme, su mirada helada, la silueta recortada bajo la lluvia.
Toni tragó saliva.
Una parte de él deseó correr.
Pero sabía que ya era demasiado tarde para arrepentimientos.
—Vaya —murmuró Toni con una sonrisa torcida—.
Si no es mi fantasía recurrente...
Maider levantó el arma y apuntó directo a su frente.
—No bromees conmigo, Blair.
Hoy terminas de pagar lo que debes.
Toni alzó las manos lentamente, el cigarro aún ardiendo entre sus dedos.
—¿Así? ¿Sin juicio? ¿Sin jueces ni jurado?
Maider dio un paso más, acercándose, empapada hasta los huesos.
—¿Les diste juicio a los Warren? ¿A esos niños? —escupió, su voz quebrada por la furia contenida—.
¿Me diste un jurado cuando me ataste como un animal?
Toni cerró los ojos, sintiendo cada palabra como un golpe en el pecho.
—No fui yo quien mató a los Warren —susurró—. Fue Toni en su peor versión... uno que ni yo reconozco ya.
Maider temblaba, de rabia, de dolor, de cansancio.
—¿Y crees que eso te absuelve?
—No —dijo él, bajando lentamente los brazos—.
Nada me absuelve.
Un trueno desgarró el cielo.
Por un segundo, el callejón quedó iluminado en un resplandor blanco.
Toni dio un paso adelante.
Maider no bajó el arma.
—¿Qué esperas, Stone? —murmuró él, acercándose más, desafiándola—.
¿A qué dispares? ¿A que me borres de este mundo?
Ella dudó.
Por primera vez... dudó.
Porque vio en sus ojos algo que no esperaba: miedo.
No miedo a la muerte.
Miedo a sí mismo.
Miedo a lo que se había convertido.
Miedo a lo que había hecho de ella.
Un disparo cortó el silencio.
El proyectil rozó la oreja de Toni y golpeó la pared detrás.
—¡Basta! —gritó Edward, apareciendo al fondo del callejón, empapado, su arma levantada—.
¡Stone, no así! ¡Este no es el camino!
Maider parpadeó, como saliendo de un trance.
Sus manos temblaban.
Sus piernas flaqueaban.
Toni solo sonrió, una sonrisa triste, derrotada.
—Mírate, Stone —dijo en un susurro quebrado—.
Ya no eres diferente a nosotros.
Y con esas palabras, se dejó caer de rodillas, las manos levantadas en rendición.
La lluvia se tragó sus lágrimas.
Más tarde, mientras la policía llegaba para recoger a Toni, esposado y ensangrentado, Maider y Edward se quedaron bajo un farol parpadeante.
Ella no decía nada.
Él tampoco.
Porque ambos sabían que, aunque Toni estuviera en custodia, la guerra no había terminado.
La verdadera batalla recién comenzaba:
la batalla dentro de ellos mismos.
En un rincón oscuro, lejos de todos, Josh Blair miraba la escena desde un auto viejo.
Sabía que su hermano había caído.
Sabía que su mundo se desmoronaba.
Y mientras observaba a Maider secarse la sangre del rostro, mientras veía a Toni llevado en un vehículo policial...
Se preguntó si realmente quedaba algo de los Blair que valiera la pena salvar.