Renacer en la Oscuridad

Capítulo 40: Hasta el último aliento

La lluvia golpeaba la acera con furia.
El viento soplaba helado, como cuchillas rozando la piel.

Maider Stone cruzó el vestíbulo del edificio de la policía, su silueta erguida pero tensa.
Cada paso que daba parecía pesar el doble, como si el suelo quisiera tragársela viva.

Afuera, bajo la luz mortecina de los faroles, los dos hermanos Blair esperaban.

David, con las manos alzadas, el rostro endurecido.
Josh, temblando ligeramente, con una mirada que suplicaba misericordia.

Maider respiró hondo.
Puso una mano en el arma que llevaba en la cintura, solo por precaución.
Y abrió las puertas.

Un silencio mortal cayó sobre todos los presentes.

Los pocos agentes que patrullaban la entrada retrocedieron instintivamente, dejando a Stone el espacio libre.
Este era su momento.
Su guerra.
Su decisión.

Caminó hasta ellos.

Los miró.

David la sostuvo la mirada, sin parpadear, sin flaquear.

Josh bajó los ojos, como un niño atrapado en una travesura demasiado grande para su alma.

La lluvia les caía encima, empapándolos a todos, pero nadie se movió.

—¿David Blair? ¿Joshua Blair? —dijo Maider, su voz firme, resonando en la noche rota—. ¿Confirman que vienen a entregarse?

David asintió.
Josh apenas pudo mover la cabeza.

—¿Traen armas?

—No —respondió David, alzando lentamente su camiseta para mostrar que estaba limpio.

Josh hizo lo mismo, temblando como una hoja.

Stone se acercó, las esposas listas en su mano.

David fue el primero en ofrecerle las muñecas.

Pero antes de que ella pudiera cerrarle el frío acero alrededor de las muñecas, él habló.

—No lo hacemos por nosotros.

Maider frunció el ceño, dudando.

—¿Entonces por qué? —preguntó, su voz apenas un susurro.

David la miró como si le estuviera confiando su alma rota.

—Por Ariel —dijo.

Josh levantó la vista, los ojos enrojecidos por el llanto que no se atrevía a derramar.

—Mi hermano... era su amigo —añadió con voz rasgada—. Le hicimos una promesa. Aunque no lo supimos hasta después de perderlo... Él... él creía que todavía había algo de nosotros que podía salvarse.

David tragó saliva, la mandíbula tensa.

—Y también lo hacemos por Toni —agregó—. Porque, aunque se haya perdido en la oscuridad... era nuestra responsabilidad evitarlo. Y fallamos.

Maider sintió que algo en su pecho se desgarraba.
Tanto dolor, tanta culpa acumulada...
¿Dónde terminaba la víctima y empezaba el verdugo?

Con manos firmes, pero el corazón temblando, colocó las esposas en las muñecas de David.

El sonido del clic metálico resonó como un disparo.

Luego esposó a Josh, que apenas pudo contener un sollozo.

—No intentaremos huir —dijo David, mientras Maider los conducía hacia el interior del edificio—. Solo te pedimos una cosa.

—¿Cuál? —preguntó Stone, sin volverse.

David bajó la voz, casi como si confesara un pecado.

—Que seas tú quien nos lleve hasta el final.
Que seas tú quien decida si todavía queda algo de nosotros que merezca ser recordado.

Josh asintió, con lágrimas silenciosas deslizándose por sus mejillas juveniles.

Stone no respondió.

No podía.

La garganta le ardía de tantas palabras que no sabía cómo pronunciar.

Horas más tarde, en una sala de interrogatorios iluminada por un solo bombillo parpadeante, David y Josh se sentaron uno junto al otro.

Frente a ellos, Stone, con una carpeta de documentos y un corazón hecho trizas.

—Antes de firmar sus declaraciones, quiero saber algo más —dijo, su voz más suave que nunca—. ¿Por qué ahora?

David entrelazó las manos esposadas sobre la mesa.

Miró a Maider con una extraña mezcla de dolor y dignidad.

—Porque ya no queríamos ser lo que éramos —respondió—.
Porque el dolor de perder a Ariel... de perder a Toni como lo conocíamos... fue demasiado.

Josh bajó la cabeza.

—Porque aunque todos digan que somos monstruos... Ariel creyó que no nacimos así.
Y... yo quería que alguien recordara eso.

La lluvia seguía repicando contra las ventanas.
Lejana, constante.
Como el lamento de una ciudad que jamás aprendería a sanar.

Maider cerró la carpeta lentamente.

Y por primera vez desde que todo esto comenzó, se permitió ver a los hermanos Blair no como enemigos.

Sino como lo que realmente eran:

Dos muchachos rotos, atrapados en un mundo que no supieron elegir... ni abandonar.

Los monstruos... también sangraban.
Y a veces, también lloraban.

Mientras tanto, en su celda,
Toni Blair despertó sobresaltado.

Había soñado con Ariel otra vez.

Esta vez, su hermano le sonreía desde un campo lleno de flores marchitas.

Y le decía, con una paz que le rompía el alma:

—Ya no tienes que pelear, Toni.
Ya no estás solo.

Toni se llevó las manos al rostro y lloró, en silencio, mientras la oscuridad lo envolvía.

Por primera vez en toda su maldita vida, no lloraba por rabia.

Lloraba por esperanza.

Por la remota, absurda, casi imposible idea...

De que quizás, después de tanto dolor, aún podían encontrar la redención.




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