Renacer en la Oscuridad

Capítulo 42: El eco de los pecados

La lluvia golpeaba con furia el techo de la pequeña capilla.
El sonido era un susurro constante, como si el cielo mismo llorara con ella.

Maider Stone estaba arrodillada frente al altar.
Sola.

La luz de las velas parpadeaba, proyectando sombras largas y temblorosas por todo el recinto.

Sus labios se movían en silencio, pero su corazón gritaba.
Dentro de ella, una batalla rugía.
Un dolor viejo, inacabado.
Una herida que había supurado durante meses.

Había enfrentado monstruos.
Había sobrevivido a torturas.
Había visto la peor cara del ser humano.

Y, aún así, aquí estaba.
De rodillas, temblando, buscando en Dios una respuesta que el mundo no podía darle.

Se llevó una mano al pecho, justo donde el disparo había dejado su marca.
Un recuerdo eterno de lo que había vivido.
De lo que había perdido.

Cerró los ojos, apretándolos con fuerza, como si al hacerlo pudiera alejar los rostros de sus pesadillas: Toni Blair apuntándole... sus carcajadas locas... la oscuridad infinita del sótano donde la habían mantenido prisionera.

Pero más que el dolor físico, más que el miedo, lo que realmente la carcomía era la rabia.
La semilla del odio que había empezado a crecer dentro de ella.

Y eso, eso era lo que más temía.
Convertirse en aquello que juró combatir.

Por eso había venido aquí.
A pedir ayuda.

Sus manos temblorosas se entrelazaron en una súplica muda.

—Señor... —susurró, la voz quebrada—.
Sé que no soy perfecta.
Sé que mi corazón está lleno de cicatrices y oscuridad...
Pero no quiero odiarlos.
No quiero ser como ellos.

Un sollozo escapó de su garganta.
Se llevó ambas manos al rostro, escondiendo su llanto del mundo.

—Ayúdame a perdonarlos —rogó, con la desesperación de quien se aferra a un hilo invisible—.
Ayúdame a recordar que ellos también son tus hijos, aunque estén perdidos.
Ayúdame a encontrar la paz que me arrebataron.

Se quedó allí, encogida, hasta que la tormenta en su interior empezó, poco a poco, a ceder.

Horas más tarde, cuando salió de la capilla, la ciudad parecía otra.

El cielo seguía gris, pero el aire estaba más limpio.
Más ligero.

Maider caminó lentamente hacia el cementerio cercano.
A los pies de las tumbas de sus hermanos —Gabriel y Andrés— dejó una rosa blanca para cada uno.

Se agachó frente a las lápidas frías, acariciando las letras grabadas con ternura.

—Les fallé —susurró—.
No pude salvarlos de este mundo.

Una brisa helada le acarició el rostro, como una respuesta.

Y, en ese momento, comprendió algo:
No era su culpa.
Ella había peleado.
Ellos también.

La vida, a veces, simplemente era demasiado cruel.

Antes de marcharse, se detuvo en la reja del cementerio.

En su bolsillo, apretaba una carta que Toni le había dejado antes de ser trasladado a prisión.

Una carta donde hablaba de Ariel.
De sus errores.
De su miedo.

Una confesión que no pedía perdón, pero sí comprensión.

Maider no estaba lista para leerla aún.

Tal vez algún día.
Cuando su corazón dejara de sangrar.
Cuando el eco de los pecados ya no pesara tanto.

Se guardó la carta de nuevo y levantó la vista al cielo.

La lluvia había cesado.

Entre las nubes oscuras, un rayo de sol tímido se abría paso.

Un recordatorio de que, incluso en la noche más larga, siempre existe la promesa de un nuevo amanecer.

Y aunque el perdón era un camino doloroso, Maider decidió dar el primer paso.

Por ella.
Por sus hermanos.
Por Ariel.
Por aquellos que aún podían salvarse.

Por todos los monstruos que, tal vez, alguna vez fueron solo niños perdidos buscando amor.




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