El pueblo, con sus calles adoquinadas y sus casas de techos de tejas rojas, parecía un cuadro antiguo, un lienzo donde los colores se desvanecían tras la lluvia persistente. Aurora, en su hogar modesto, miraba por la ventana, sus ojos perdidos en el vaivén de las gotas que caían. El sonido constante del agua contra el cristal era la melodía que acompañaba sus pensamientos; en esos momentos silenciosos, recordaba a Mateo, sus risas, sus promesas, pero, sobre todo, el dolor de su ausencia y la manera en que su amor se desmoronó.
Era tarde, y la luz del día se desvanecía en un suave crepúsculo gris. Sus gemelos, Tomás y Marcos, jugaban en la sala, ajenos a la tormenta que se avecinaba tanto en el cielo como en el corazón de su madre. Aurora había aprendido a construir una fachada de fortaleza, pero había días en que ese peso era demasiado para llevar. El amor que alguna vez la había llenado ahora se convertía en la sombra de su pasado, recordándole lo que había perdido.
Mientras tanto, Mateo avanzaba por las mismas calles que solían ser su refugio. Cada paso que daba lo acercaba no solo a un lugar, sino a una persona que había dejado atrás, cargando consigo un ejército de remordimientos y esperanzas de redención. Su corazón latía con fuerza, no solo por el ejercicio de su caminata, sino por la ansiedad de encontrar a Aurora nuevamente. El clima había cambiado de un cielo plomizo a una lluvia torrencial, casi como si el universo mismo presagiara la tensión de su encuentro.
Las gotas que caían cascadas parecían ser un eco de sus propios sentimientos: la tristeza, la anhelante búsqueda de perdón y la incertidumbre ante el futuro. Mateo, al llegar a la puerta de casa de Aurora, hizo una pausa. Su mano temblaba al elevarse para llamar, como si el simple acto de buscarla pudiera desatar un diluvio de emociones reprimidas.
Cuando finalmente se armó de valor y tocó el timbre, el sonido resonó en el interior del hogar. Aurora giró en su lugar, el corazón le dio un vuelco. Inesperadamente, la validación de sus sentimientos pasados llegó de la mano de un recuerdo tangible. Reconocía ese timbre, esa llamada, como un latido perdido de su pasado que vuelve a cobrar vida. Sus piernas se movieron casi por instinto y, tras abrir la puerta, la vio: Mateo estaba allí, empapado y más vulnerable de lo que recordaba.
—Aurora… —su nombre salió entrecortado de sus labios, cargado de una mezcla de alivio y dolor.
Ella lo observaba, su mente tratando de procesar la imagen del hombre que una vez había amado. Todo lo que había querido decirle, los días de espera en los que había anhelado su regreso, se agolpaban en su garganta.
—¿Por qué? —logró preguntar finalmente, su voz resonando con una mezcla de valentía y temor. —¿Por qué ahora?
Mateo tragó saliva, las palabras le costaban salir. La lluvia seguía cayendo con fuerza, y el sonido del agua se mezclaba con los ecos de un pasado que estaba a punto de ser revisitado.
—Porque no puedo vivir más con lo que hice. He estado perdido todo este tiempo y… necesito explicarte, necesito pedirte perdón.
Aurora sintió una punzada en el pecho. El remordimiento en sus ojos la atravesaba, desnudando las heridas que creía cerradas. El rencor se agazapaba detrás de su corazón, sin embargo, también había un destello de esperanza que empezaba a surgir, como un rayo de luz entre las nubes.
—No sé si eso sea suficiente, Mateo —dijo, dejando escapar su resignación mientras la lluvia tamborileaba en el tejado. —No sé si podré volver a confiar en ti.
La tormenta afuera parecía estar de su lado, reflejando la tempestad emocional que enfrentaban. Ambos sabían que los senderos del pasado eran tortuosos, pero la posibilidad de un nuevo comienzo podía estar, precisamente, en la tormenta que los había traído de vuelta a ese instante.