Siento un frío en la mejilla, seguido de un hilo de calor que baja despacio.
 La sangre recorre mi rostro, justo debajo del corte que me hizo. Sigo sin poder creerlo, como si aún pensara que podía salir librada de esto.
—¡Desátame ya! —grito con la poca fuerza y seguridad que me quedan—. ¡Acaso no te das cuenta! Pronto sabrán que he desaparecido y empezarán a buscarme.
En cuanto lo digo, pienso en lo absurdo que suena.
 ¿Quién se daría cuenta de que he desaparecido?
 No tengo novio. Ni amigos. La única familia que me queda es mi padre, al que le da igual si estoy o no. Y, por supuesto, mi hermanastra… que es precisamente la razón por la que estoy aquí.
Podría desaparecer días, semanas, antes de que alguien lo note.
 Tal vez en el trabajo se den cuenta el lunes, cuando no me presente. Qué deprimente descubrir que, si desaparezco, nadie lo notaría. Peor aún, que a nadie le importaría.
Siento las lágrimas caer al comprenderlo.
 ¿De verdad qué podría envidiarme ella?
 Tiene una madre que la ama, a mi padre que la prefiere, un novio que cumple todos sus caprichos y un grupo de amigas que adoran el suelo que pisa.
 Sigo sin entender.
—¿Así que crees que te buscarán? —dice con una sonrisa burlona—. Vamos, dime un nombre, solo uno.
Sabe perfectamente que no puedo. Se regodea de mi silencio, moviendo el cuchillo entre sus dedos como si danzara.
 El filo refleja una luz débil, y yo me pierdo en ese movimiento hipnótico, en la desesperanza.
—Sí, justo lo que pensaba. Nadie te buscará —continúa, satisfecha—. Lo tengo todo planeado. Ya envié un mail con tu carta de renuncia al trabajo.
Si antes tenía miedo, ahora siento verdadero terror.
 No saldré de aquí. Al menos no viva.
 Durante un instante creí que solo jugaba un macabro juego para asustarme, pero no… esto es real.
—Ya está bien —digo, agotada, tratando de sonar firme—. Para de jugar, desátame. No le diré a nadie de esto.
Qué frase más trillada, pienso. Es la que dicen todas las víctimas antes de morir. Y parece que esta será también mi línea final.
—Por supuesto que no le dirás a nadie —responde riendo—. Los muertos no pueden hablar.
Su carcajada resuena en las paredes húmedas.
 Intento razonar, inútilmente.
—¿Te escuchas? En unos meses cumplirás dieciocho años. ¿De verdad crees que matar a alguien es un juego? Mi muerte pesará en tu conciencia por el resto de tu vida.
Apenas termino de decirlo, comprendo que mi argumento no sirve. Ella no tiene conciencia. Pero necesito ganar tiempo, decir cualquier cosa que me mantenga respirando un minuto más.
—No te preocupes por mi conciencia, Sophia —dice acercando el cuchillo a mi otra mejilla—. Dormirá muy tranquila cuando sea hija única.
—Eres hija única —respondo, intentando entender—. Tu madre solo te tiene a ti, y mi padre parece más tuyo que mío.
Clara sonríe. Esa sonrisa enferma.
—Quiero ser hija única en todos los sentidos. Además, tu padre y el mío son el mismo hombre.
 Ups… se suponía que no debías saberlo —añade, perdida en sus pensamientos—. Pero ya que no vas a salir viva de aquí, puedo contarte toda la historia.
Sus palabras me dejan helada. No puede ser cierto.
 Debe estar mintiendo… inventando.
 Está más loca de lo que imaginé.
—A ver, a ver… ¿por dónde empiezo? —murmura, dispuesta a hablar.
Pero antes de continuar, su celular suena.
 Mira la pantalla y sonríe al ver el nombre.
 Se inclina y me muestra quién la llama: mi padre.
 O el nuestro, según ella.
Sin decir palabra, sale del sótano por una escalera de hierro. Escucho el golpe seco de la puerta al cerrarse.
Y quedo sola.
El silencio se apodera del lugar. Solo oigo mis propios latidos, que poco a poco intentan calmarse.
 Pienso en cómo escapar, en alguna forma de romper las cadenas, pero no encuentro ninguna.
O tal vez sí.
 De aquí solo hay una salida… y es la muerte.
 Mi cuerpo lo sabe.
 Hace días que lo presiento, como si algo me llamara desde la oscuridad.
Moriré. Y no puedo hacer nada.
 Siento la sombra de la muerte descender sobre mí, envolviéndome con su manto frío.
 Pronto daré mi último suspiro y mi alma se separará de este cuerpo, buscando a la única persona que alguna vez me amó: mi madre.
Me iré sabiendo “la verdad”, o al menos la versión que otros quisieron que conociera antes de irme.
 ¿La verdad de mi vida? No lo sé. Tal vez nunca la hubo.
 Mi vida fue una ilusión: dolorosa, triste, frágil.
 A veces pienso que soy apenas un personaje más en una de esas historias que leía de niña, donde la protagonista inocente sufre sin razón…
 y el escritor, cruel, se divierte destruyendo su destino.