Renacer entre sombras

El tatuaje del fénix

Desperté unas horas más tarde y, mientras abría los ojos, pensé en el extraño sueño que tuve. Cuando tomé conciencia por completo me di cuenta de que estaba en la casa que había soñado. Entré en pánico. Fui al espejo de la habitación y comprobé que no fue un sueño: había resucitado; estaba en mi yo de catorce años. Tenía ganas de arrancarme los pelos. No sabía qué hacer con tanta información.

—¿Qué locura es esta? —dije en voz alta—.
Al escuchar mi propia voz de niña, sentí que me volvía loca.

Creí que un baño me ayudaría a ordenar las ideas, así que busqué ropa en el placard. Esperaba encontrar algo que me quedara. Entre prendas hallé un pantalón de yoga gris, una camiseta blanca y un buzo morado; para mi sorpresa, todo era de mi talle. Solo faltaba ropa interior. Rebusqué en los cajones y, para mi alivio, encontré un conjunto negro nuevo, con etiquetas. ¿De quién sería esa ropa? No lo supe —ni me preocupé— en ese momento.

La casa era cómoda pero pequeña: dos dormitorios, un baño, cocina, comedor y una biblioteca donde mi madre solía instalarse a leer. Encontré el único baño y comprobé que estaba equipado: shampoo, acondicionador, jabón… y, lo que más necesitaba, ¡toallas limpias! También había sales de baño, las mismas que yo solía usar. Todo era cada vez más raro. Llené la bañera con agua caliente, eché las sales y me desvestí. Fue cuando reparé en lo extraño de mi atuendo: un pantalón y una camisa de diseño anticuado, como si los hubieran confeccionado en otro siglo. Yo, que siempre sigo la moda, no podía creerlo. ¡Qué horror!

Al quitarme la camisa noté que no llevaba corpiño. Al girarme, el espejo me mostró algo en la espalda: un tatuaje. En mis veinticuatro años nunca me había hecho uno —le tengo miedo a las agujas y no me gustan—, pero allí estaba, ocupando casi toda la espalda, desde la base del cuello hasta la parte baja. Era un ave de alas abiertas, multicolor, que parecía tener vida propia. Pasé los dedos por el contorno de una de las alas en el omóplato y un escalofrío me recorrió. Sobre el hombro derecho, la imagen me recordó al ave de la mitología egipcia: un fénix. Dada la circunstancia, resultaba lo más cliché, pero no por eso menos inquietante.

A cada paso que daba surgía algo extraño, como si volver a la vida no fuera suficiente. Temía encontrar otra sorpresa al quitarme el pantalón, pero no: la ropa interior era blanca y nada más apareció. Me sumergí en la bañera y sentí cómo mis músculos se relajaban. Cerré los ojos y suspiré. Solo faltaban velas aromáticas y música de relajación para que fuese perfecto, pero no me iba a quejar. Tenía más de lo que esperaba.

Cuando el frío me avisó que era hora de salir, me vestí con la ropa que había encontrado y me puse a planear la venganza. Tenía que ordenar mis pensamientos. Recordé los papeles en blanco sobre la cómoda y fui a buscarlos; después fui a la cocina, dejé las hojas sobre la mesa y me preparé un café. Encontré galletas con chips de chocolate en la alacena y una lapicera en la biblioteca. Con todo listo, me senté y empecé a anotar.

Primero —lo más urgente—: aclarar qué había pasado con mi yo adulta.

Preguntas a resolver:

  1. ¿Qué ocurrió después de mi “muerte”? ¿Me declararon muerta? ¿Encontraron mi cuerpo? ¿Aparezco como desaparecida o como fallecida en las noticias? ¿Detuvieron a Clara?

  2. ¿Cómo es que resucité?

  3. ¿Qué significa el tatuaje en mi espalda?

  4. ¿Por qué aparecí en esta casa? ¿Quién lo sabía? (Alguien debía saberlo: había ropa de mi talle y todo estaba preparado y limpio, como si me esperaran.)

  5. ¿Cómo voy a presentarme ante la sociedad?

Después vino la parte práctica: la venganza.

Objetivos de venganza:

  1. Averiguar qué pasó con Clara. Si no la detuvieron, expondré su verdadero rostro: provocar peleas con su novio, filtrar pruebas que la desacrediten, hacer que la sociedad vea sus colores.

  2. Arruinar a mi madrastra económicamente; quitarle lo que más valora: el dinero y el estatus.

  3. Hacer sufrir a mi padre hasta que desee dejar de existir. Él será el último: fue el principal responsable de nuestro sufrimiento; si no hubiera sido por él, ellas no habrían entrado en mi vida.

Todavía no sabía cómo ejecutaría cada paso, pero plasmarlo en papel me dio una paz inesperada. Sentí una tranquilidad que no había conocido desde que desperté en esta nueva realidad. Tenía tiempo —y un propósito—.

Cerré el cuaderno; la idea de planear me calmó. Mañana sería otro día para investigar y juntar pruebas. Por ahora, me prometí dos cosas: no volvería a ser víctima y no descansaría hasta que cada uno pagara por lo que me hicieron.




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