Después de enviar el e-mail al padre de Ares, miré por la ventana: ya había anochecido. Volví a la cocina para prepararme algo para cenar. Antes no había prestado atención a la despensa; temía que todo estuviera vencido, pero al abrir la heladera comprobé que estaba bien surtida y la comida era fresca. Otra interrogante más: ¿quién se está haciendo cargo de la casa? Si hay comida fresca y toallas limpias en el baño, alguien la habita. ¿Por qué no ha aparecido todavía?
Mientras pensaba en eso, cociné. Aunque pocos lo creerían, la famosa heredera de los Ferri Cooper sabe cocinar. Fue en la cocina donde me salvé tras la muerte de mi madre: Carmen, la cocinera, me enseñó a guisar y me dejó ayudarla hasta que la cocina se convirtió en terapia. Aquella constancia me sostuvo en los días más duros.
Me senté a la mesa con un plato de espaguetis a la boloñesa —uno de mis favoritos— y lo disfruté. No era cena de diario, pero me lo merecía después de tanto buscar noticias sobre mí y sobre Clara. Lavé los platos —lo que más odio—, puse la tetera y preparé un té de tilo. Me lo llevé al dormitorio y, mientras lo tomaba, repasé los planes. Mañana sería otro día.
De pronto me encontré en el bosque. No podía ver la casa por ninguna parte: solo árboles hasta donde alcanzaba la vista. Di una vuelta de 360° y no supe en qué punto del monte me encontraba, aunque una certeza extraña me decía que era el mismo bosque que rodeaba la casa. ¿Cómo había llegado hasta allí? Miré mi cuerpo: llevaba una túnica blanca hasta los tobillos con capucha. ¿Cuándo me la había puesto? ¿De dónde salió?
Empecé a sentir miedo de perder la huella de la casa si me alejaba en cualquier dirección. Mientras dudaba, apareció una anciana ante mí. Tenía el cabello blanco plata hasta más abajo de la cintura y unos ojos cuyo color cambiaba si intentabas descifrarlos. Vestía una túnica similar a la mía, pero morada oscura. Por sus arrugas juraría que tenía más de ochenta años.
—Veo que no me reconoces —dijo la mujer con voz suave, casi musical.
No la conocía. Juro que nunca la había visto.
—Claro que no. No me viste en vida —respondió, como si leyera el pensamiento que no llegué a formular—. Hablamos cuando cruzaste el velo.
—¿El velo? —pregunté, sin entender.
—Del velo que separa la vida de la muerte —contestó—. Yo te recibí del otro lado cuando tu alma se despegó de tu cuerpo.
Se detuvo, esperando una reacción que no llegó. Algo dentro mío creyó sus palabras, aunque mi razón las rechazara.
—Tienes que recordar —apremió—. No tengo mucho tiempo; no debería visitarte en sueños. Busca en la biblioteca un libro negro, muy viejo, con dibujos celtas en dorado. No tiene título. Lo reconocerás cuando lo veas. Te ayudará a recordar. Intentaré volver a contactarme, pero no sé si podré.
Y en un parpadeo desapareció.
—¡Espera! ¡No te vayas! ¿Quién eres? —grité al vacío. El silencio del bosque se tragó mi voz.
Me desperté sobresaltada: había sido un sueño. La piel me brillaba de sudor. Miré el reloj de la mesa de luz: eran las tres de la mañana. Tras algo así, era improbable volver a dormir, así que me levanté y fui a la biblioteca para intentar distraerme buscando un libro, cualquier cosa que calmara la mente.
Mi madre poseía una extensa colección de novelas románticas, pero mientras ojeaba estanterías pensé en la anciana y en el libro que me había descrito. Entonces, con el corazón latiéndome a mil, lo vi: un ejemplar negro, viejo, sin título, con dibujos celtas en dorado. Estaba allí, entre otros, como si alguien lo hubiera dejado a propósito.
¿Qué diablos estaba pasando?