Leandro Lobos, había trabajado por cuatro años en la recepción de Álamo y todavía no tenía un contrato de trabajo. Había vivido casi toda su vida en Miami, se había ido de Chile con su madre, cuando apenas era un niño, en época de dictadura. Había trabajado en un diario de la Florida durante muchos años, sin contrato, sin cotizaciones, sin ningún derecho laboral, casi o igual como lo estaba haciendo ahora en su propio país. Regresó a Chile, después de enterarse de que su padre estaba muy grave de salud, acá consiguió casarse y tenía dos hijas que eran su mundo, por fin había logrado establecerse, pero con una gran carga familiar y económica, no solo tenía que mantener a su familia, sino también a su padre moribundo.
Leandro guardaba un gran secreto, odiaba con toda su fuerza al señor Rómulo Abadón y a su hijo Alejandro Abadón, odiaba que el hijo del señor Rómulo, llegara en sus lujosos autos a la empresa, y se los restregaran en la cara a los empleados que no tenían ni para el bus, odiaba la manera prepotente, en que Alejandro caminaba sin mirarlos y sin saludarlos. En sus años ahí, jamás había entablado una sola conversación con él. Por otro lado, se había ganado la confianza del señor Juan, por su dedicación a la empresa y porque nunca había faltado ni un solo día a trabajar, Leandro Lobos era el trabajador que solucionaba todo rápido, todos le tenían confianza, y él generaba esa confianza. Lobos había llamado a la Inspección del Trabajo en varias ocasiones, para que vinieran a multarlos, por el hecho de que la empresa no les hacía contrato a los trabajadores y tampoco pagaba las cotizaciones de los que tenían. Vio como en tres oportunidades anteriormente, una funcionaria de esta institución llegaba a la sucursal, revisaba los documentos que solicitaba, y luego se dirigía a la oficina del señor Rómulo Abadón, de ahí, veía como salía la trabajadora con una gran sonrisa y sin nada que agregar. Después de esa visita, llamó varias veces a la Inspección, para saber la resolución de las visitas y siempre le decían que en Álamo todo estaba en orden. Ese día primero de Julio, vio como esta trabajadora se bajaba de su auto y se dirigía a la oficina del señor Rómulo, que quedaba en el segundo piso arriba del patio de los estacionamientos. Se fue por detrás, donde había una pequeña escalera de incendios que llevaba a una diminuta ventana. Ahí vio y escucho, como la trabajadora revisaba los papeles que le entregaba el señor Rómulo y como este, sacaba un gran fajo de billetes y se los pasaba, acto seguido los guardó sin contarlos en su cartera, dejó los papeles en la mesa y estrecharon sus manos, vio como el señor Rómulo la acompañaba hasta la puerta de su oficina. Leandro lleno de ira, al ver tan grotesca escena, bajó rápidamente las escalares, cruzó corriendo el estacionamiento, hasta encontrarse con la funcionaria frente a frente y le dijo.
La cara de la funcionaria se transformó. Rápidamente perdió esa sonrisa que andaba trayendo.
La funcionaria entró rápidamente a su auto y se fue de Álamo con gran nerviosismo, mientras Leandro lloraba de rabia, escondido detrás de varios autos, se culpaba por no haber hecho algo más productivo con su vida, por no haber seguido la carrera de músico que siempre quiso, por ser un fracasado, también por haber vuelto a Chile. Pero pronto recordó que en cuatro días más, sería cinco y los cincos pagaban en Álamo, esa fecha logró calmar su rabia y bajar sus niveles de ansiedad.