Réquiem

ᴄᴀᴘɪ́ᴛᴜʟᴏ ɪ﹕ ᴇʟ ᴍɪᴇᴅᴏ ᴀ ʟᴀ ᴏsᴄᴜʀɪᴅᴀᴅ

1: El miedo a la oscuridad

La noche en que los cinco desaparecieron, Simon Rowell estaba cumpliendo veintitrés años. Fría y sombría, la calle por la que los vimos caminar por última vez resultó ser en la cual hallaron mi cuerpo sin vida, un par de meses después.

Lo loco es... Jamás me sentí tan viva como en ese último minuto. Ese corto lapso de tiempo que me dieron para replantear mis decisiones. ¿En serio deseaba dejar todo sin ninguna explicación? ¿Seguiría alimentando las leyendas locales de sombras y monstruos por un obsesivo capricho?

Mi respuesta fue clara, y ellos no esperaron demasiado.

Pero era necesario para que todos entendieran. Para que la gente viera lo que realmente eran ellos, lo que siempre estuvieron destinados a ser. Quería… No. Necesitaba que me creyeran, y para eso tenía que exponer a las bestias que ahora eran gracias a esa rara necesidad de probarse a ellos mismos.

Prueba que, de no ser por la ubicación de nuestra ciudad, jamás hubieran podido realizar.

Para mi familia, ir a San Dolrmeen era una tradición de todas las vacaciones de invierno. Era tan habitual para nosotros que la empezamos a ver como nuestra segunda casa. En términos básicos, lo era por herencia.

Cuando estábamos allí, papá monitoreaba la pequeña posada que la abuela nos había dejado, ya que la demanda crecía ligeramente con la llegada de turistas. Entre tanto, mamá buscaba inspiración para sus libros en el museo local, en donde le aportaban datos con gusto. Ella deseaba incluso mudarse al lugar de manera permanente, pero siempre surgían imprevistos que no nos lo permitían. 

Mientras, mi hermana menor se escapaba conmigo a recorrer las calles cada vez que podíamos. 

San Dolrmeen nació como una pequeña aldea en las montañas, sobre la cual se fue edificando lentamente con el pasar del tiempo.  Las construcciones allí demuestran los cambios de época y esto, sumado a sus paisajes naturales, hizo que pronto se convirtiera en una de las ciudades con mayor atracción turística del país. Curiosear sus calles siempre me resultó como meterse en una línea invisible del tiempo y ver documentales de historia en vivo.

Fue en una de esas caminatas donde los conocí. Estaban reunidos en una de las fuentes del centro de la ciudad, charlando y jugando con el agua. Parecían inofensivos, así que me acerqué a ellos y les pedí que nos tomaran una foto. Simon accedió con simpatía. Nos colocamos frente a la antigua iglesia, sonriendo en un abrazo incómodo y le indicamos que estábamos preparadas.

—¿Listas? ¡Digan "Dolrmeen"!

—¡Dolrmeen! —gritamos nosotras al mismo tiempo como respuesta.

El flash iluminó un segundo, y Simon bajó un poco la cámara para observarnos. Lo miré a los ojos, sin entender lo que pensaba, hasta que sonrió. Y apenas lo hizo se adueñó de mi mente casi por completo. 

Siguió así durante dos temporadas más, antes de que definiera claramente mis sentimientos. Para cuando tuve en claro que me gustaba sinceramente, ya era parte de su círculo social y solía conversar con ellos por teléfono lo que restaba del año. Los conocía, tanto como para saber que, cuando regresaron, no eran las mismas personas que habían desaparecido en la última madrugada de otoño.

Ahora que lo pienso, esa noche fue bastante interesante.

Eran poco más de las dos de la mañana. La nieve comenzaba a caer y mis manos empezaban a resentir la falta de guantes, pero la costumbre no me dejaba soltar las correas de mi mochila. Los autos se cubrían poco a poco por los delicados cristales de hielo, copos que parecían plumas danzando bajo las luces ambarinas de los postes por el viento nocturno. 

Caminé despacio por las calles vacías, escuchando mis pasos y pensamientos, ansiosa por llegar a destino. Esa tenía que ser mi noche: estaba decidida a dar el primer paso y terminar de una vez por todas con la tensión infinita entre Simon y yo. Me gustaba, tanto como para arriesgarme a un posible rechazo delante de todos, a pesar de estar casi segura de que el sentimiento era mutuo.

Estaba a una manzana de la fiesta cuando un sonido extraño llamó mi atención. Un gruñido ronco mezclado con un llanto de dolor, tan corto y seco, que apenas pude darme cuenta que había sonado fuera de mi mente. Detuve mis pasos y giré sobre mi eje intentando volver a captarlo en vano. Entonces, al dar media vuelta, los vi: al final de un largo callejón a mi derecha, unos enormes y raros ojos luminosos me observaban con intensidad. Su presencia infundió en mí un grave sentimiento de angustia; un temor provocado por recuerdos vagos de relatos oscuros de la zona, en donde la peor parte iniciaba con ojos así. No estaban cerca, pero tampoco sentía que estuvieran lo suficiente lejos. 

En la enorme penumbra que el pequeño espacio tenía, una criatura fuera de lo común acechaba. No conocía motivos para que estuviera allí, tampoco si querría cumplir con su trabajo de inmediato. Lo que sí entendí fue que no estaba lista para ver el resto de su figura. Al parecer, el ser que portaba los ojos no lo creyó de la misma forma. Lentamente, comenzó a acercarse midiendo cada uno de mis movimientos, aunque lo único que yo hiciera fuera respirar con dificultad. Los ojos se hacían más grandes, sus pisadas se oían mejor, y mi mente no reaccionaba.

Sabía lo que eso significaba, y comprendía por fin el temor de los antiguos a esa infernal oscuridad...




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