Réquiem: Melodía para un amor inconcluso

III.- Un alma atormentada

Me pregunto cuánto tiempo estaré aquí, tal vez me convierta en un espíritu errante. Una vez oí que las personas que mueren de forma muy rápida o dolorosa no pueden abandonar este mundo.

Probablemente si fuese un espíritu iría todos los días a visitarte, creo que me quedaría a vivir en tu departamento, espero que no te moleste. Tal vez jugaría a asustarte un poco cuando llegas del trabajo: cambiaría las cosas de lugar, movería tu cama al dormir y reconozco que posiblemente entraría a ver cómo te bañas. Claro que tú la pasarías tan mal, con lo asustadiza que eres, lo más probable es que te mudarías y me dejarías allí solo, pero te seguiría, no podrías escapar de mí.

¡Mierda! creo que si fuera un espíritu ¡Sería un psicópata! Tal vez sólo te visite un par de veces, ¿Dos veces por semana estaría bien?

¡Qué estupideces digo!

Por suerte no puedes escucharme…

Necesito salir de aquí, pero lo único que veo es esa luz brillante a la distancia ¡No te preocupes! no pienso acercarme, creo que es lo mejor. La paciencia es mi virtud, así que, si la muerte quiere llevarme, veremos quién aguanta más. Además, aún existe la posibilidad de que todo esto sea un sueño.

¡¿Cómo puedo saberlo?!

Quizá si pellizco mi brazo lograré despertar.

No, eso no funcionó.

A lo mejor necesito algo más fuerte…

¡Maldición! Ahora me duele la espalda.

Ema, quiero estar contigo, no sabes cómo te extraño. Si estuviéramos juntos podríamos recordar cosas divertidas, nuestros momentos especiales y reírnos de ellos.

Como esa vez que fuimos a jugar bolos.

¿Te acuerdas?...

 

—¡Obvio que sé jugar! —dije con decisión y un tanto de arrogancia.

—¿Estás seguro Max? te advierto que soy muy buena.

—¡Entonces apostemos! —exclamé confiado—. Qué te parece que el que pierda deberá contarle al otro algo muy íntimo y personal.

—No apostaré eso, sabes que no me agrada hablar de mi —respondiste indecisa.

—¿Acaso tienes miedo de perder? Tal vez no eres tan buena como presumiste —había tocado tu punto débil.

—¡Ja! yo no le tengo miedo a nada —afirmaste con seguridad—. Acércame esa bola y que gane el mejor.

Así empezó nuestra competencia, la cual reconozco, perdí vergonzosamente. Ay y esa última jugada fue realmente patética, no puedo creer que me haya caído con bola y todo por la línea, ¡Qué humillante! Y tú, no dejabas de burlarte, si hasta un par de lágrimas acompañaron tu risa. Lo estabas disfrutando, lo veía en tus ojos, con cada jugada veía mi hombría menoscabada por una chica que no alcanzaba ni siquiera los 50 kilos.

Quería vengarme.

Pero siendo justo, tenías todo el derecho a reírte, por todas las veces que me burlé de ti en el pasado. No sé en verdad en qué estaba pensando cuando propuse esa apuesta, tal vez creí que ganaría fácilmente...

—A ver Max, qué me gustaría saber de ti —aún puedo oír ese tono punzante en mis oídos—. Recuerda que hiciste una promesa y una promesa es algo inquebrantable donde queda en juego tu honor, no me vayas a defraudar.

—Lo sé Ema, sólo di rápido lo que quieras saber —añadí molesto.

—Podría preguntarte algo muy íntimo, algo que te diera mucha vergüenza...

—¡Sólo pregunta! —exclamé inquieto.

—¡Qué mal perdedor eres Max! deja disfrutar mi triunfo. ¡Ya sé! para que veas que no soy tan mala, te haré una pregunta sencilla, deberás contarme lo peor que te haya pasado en tu niñez ¡Y recuerda que no puedes mentir!

Nunca esperé que pudieras decir eso, no sabía si responder con la verdad. Me mirabas fijamente como si quisieras descubrir si te engañaría. En mi cabeza sabía perfectamente qué episodio narrar, pero era algo muy personal, nuestra amistad aún no se prestaba para algo así.

—Max, no te quedes callado, pensaré que pretendes engañarme —insististe—. Eso no te lo perdonaría jamás, así que habla rápido. Vamos, no es una pregunta muy difícil, pude haber indagado en algo peor… Como las veces que te han engañado, la forma en que las chicas han terminado contigo o tu primera vez —te burlabas.

—Estoy un poco arrepentido de haber hecho esa apuesta —dije con seriedad—. Pero tienes razón Ema, yo fui quien perdió—así que respiré profundamente y comencé.

Cuando tenía nueve años un día me desmayé súbitamente, poco tiempo después fui diagnosticado con cáncer, específicamente leucemia.

Ese día mi vida cambió completamente.

Estuve varias veces hospitalizado, lo que me hizo conocer y compartir con varios niños que al igual que yo, tenían graves enfermedades, muchas de ellas terminales. En ese momento me sentía igual que un pájaro con sus alas rotas dentro de una jaula abierta; sólo quería jugar y correr, pero a la vez estaba tan cansado que a menudo me resultaba imposible levantarme.

Recuerdo que a veces despertaba en la mañana y veía una cama vacía en la habitación, entonces comprendía de inmediato lo que había sucedido. Después de un tiempo, hasta podía presentir quién sería el próximo, así fue como perdí a un amigo.




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