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LICHPOT
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El sábado amaneció nublado. Desde mi cama, el cielo gris parecía una manta que lo cubría todo. La ciudad se oía lejana, como si también estuviera dormida.
Todo estaba demasiado silencioso, mi tía se había ido temprano al hospital y la casa quedó vacía, con ese eco incómodo que tienen los lugares cuando no hay nadie más respirando dentro. Me preparé un café para que me hiciera revivir, y me dejé caer en la mesa de la cocina, mirando la superficie como si esperara que me ofreciera alguna respuesta. No había nada, por supuesto, solo el reflejo distorsionado de mi propio cansancio.
Intenté convencerme de que podía aprovechar la mañana para distraer la cabeza. Tomé mi libreta, intenté adelantar los deberes que tenía, pero la mente se enreda sola. Comencé a trazar líneas sin intención, garabatos sin forma, trazos vacíos, sin significado. Pero poco a poco esas líneas se fueron ordenando solas, como si tuvieran voluntad propia, hasta que reconocí lo que estaba dibujando. No necesité más de un par de detalles para darme cuenta. Era él. El chico de la calle, el de la chaqueta de cuero que había entrado en la tienda de la vidente sin siquiera mirarme.
Me detuve sosteniendo el lápiz en el aire. No entendía cómo podía recordarlo tan bien si apenas lo había visto unos segundos. Y, sin embargo, ahí estaba, en la hoja: la firmeza de su mandíbula, la seriedad de sus labios, esos ojos que parecían atravesar todo. Era absurdo, ridículo, perder el tiempo de esa forma. Cerré la libreta de golpe, como si así pudiera borrar lo que había dejado impreso en ella.
Quise ocupar la mente con algo mejor. Abrí uno de mis libros, ese refugio que nunca me falla. La lectura siempre había sido mi manera de escapar, de sumergirme en un mundo donde las reglas no cambian de repente, donde los personajes eran. As fáciles de entender y tenían casi siempre un final feliz. Me perdí en las páginas, dejando que las palabras me envolvieran, que la historia me empujara lejos de mis propios pensamientos.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando escuché los golpes en la puerta. Me sobresalté; el sonido rompió la calma artificial que había construido a base de lectura. Tardé unos segundos en reaccionar, dejé el libro a un lado y caminé hasta la entrada.
Cuando abrí la puerta, la sorpresa me dejó inmóvil. Allí estaba Sienna.
Cuando abrí la puerta, Sienna estaba ahí con una sonrisa que parecía brillar más que toda la mañana entera. Apenas me dio tiempo a reaccionar antes de que me abrazara con fuerza, como si no nos hubiéramos visto en semanas. La dejé pasar y subimos a mi habitación. En cuanto llegamos, se dejó caer en mi cama y yo hice lo mismo, hundiéndome en las sábanas con un suspiro.
—Tengo un plan que no puedes rechazar —anunció con esa voz de conspiración que siempre usaba cuando estaba a punto de arrastrarme a algo.
—Si el plan implica salir de casa, claro que puedo rechazarlo —respondí sin moverme, mirando el techo.
Sienna rodó los ojos.
—Theo va a hacer una fiesta esta noche en su casa. Sus padres no están. Y necesito refuerzos.
—No. —La respuesta me salió seca, automática.
—¿Desde cuándo tú te niegas a una fiesta? —replicó, como si no pudiera creerlo.
—Desde hoy. No estoy de humor.
Se giró hacia mí, juntando las manos en un gesto teatral.
—Por favor. Solo un rato. Vamos temprano, nos ven, y después nos podemos ir. Además... le dije a mis padres que iba a quedarme aquí contigo, porque si no, no me habrían dejado salir. Están paranoicos con los horarios, Rue, no me dejan ni respirar.
Me quedé callada, jugando con el borde de la almohada. No le di la respuesta que esperaba.
Entonces sonrió con malicia.
—Lucien también va a estar allí.
Le fruncí el ceño.
—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
—Vi cómo os mirábais ayer. Y lo cerca que estábais —canturreó, como quien sabe demasiado.
Me giré hacia ella, incrédula.
—Tú y yo estamos ahora mismo mirándonos, muy cerca, y en mi cama. Eso es peor.
Sienna soltó una carcajada, tirando la cabeza hacia atrás.
—Sí, pero es diferente. Yo no te gusto.
—Lucien tampoco me gusta. —Lo dije sin dudar, aunque ella me miró con esa cara de "sí, claro" que me crispa.
—Ajá... —respondió entre risas, como si lo hubiera confirmado todo.
Bufé, resoplando fuerte, y me tapé la cara con la almohada.
El silencio se extendió unos segundos. Yo lo usaba como escudo, pero ella me observaba con esa paciencia que siempre termina por desarmarme. Al final solté un suspiro y me destapé.
—Está bien. Voy. Pero no te hagas ilusiones, no pienso quedarme mucho rato. De verdad que hoy no estoy de ánimos.
Sienna sonrió de oreja a oreja, como si hubiera ganado una batalla épica. Yo intenté mantener el gesto serio, aunque por dentro ya sabía que su entusiasmo me arrastraría, me gustara o no.
Pasamos el resto del día sin hacer mucho. Escuchamos música, hablamos de cosas tontas, y traté de no tocar el tema de los últimos días. No porque no confiara en ella, seguro que se lo acababa contando en algún momento, sino porque necesitaba prolongarlo hasta que no me hiciera sentir de esta manera. Por momentos, me sentía más tranquila. Por otros, no podía dejar de pensar en esa voz, en el fuego del sueño, en la palabra que pronunciaba.
Me miré al espejo por tercera vez en menos de diez minutos. Nada me convencía. El top negro que había elegido, a Sienna le parecía simple. El vestido que tenía en mente me quedaba bien, pero sentía que era demasiado para hoy. Todo me parecía forzado.
—¿Rue? —Sienna asomó la cabeza por la puerta—. ¿Sigues viva?
—Estoy intentando no parecer desesperada —respondí, girándome hacia ella—. O loca. O ambas.
—De cualquier forma estarás preciosa —dijo sin dudar—. Aunque ya te dije, me gusta más el vestido rojo. Recuerda que el frío es mental.
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Editado: 03.10.2025