Réquiem Por Los Caídos

CAPÍTULO 4

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CHAG HAMOLAD

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Los días que siguieron a la fiesta se sintieron densos, como si algo invisible se hubiera instalado sobre todo y todos. En el colegio no se hablaba de otra cosa que no fuera Ander. Su caída. Su estado. Los rumores volaban de boca en boca, cada uno más distorsionado que el anterior. Que si fue un accidente. Que si estaba drogado. Que si alguien lo empujó.

La directora dio un discurso vago sobre salud mental y respeto, pero nadie parecía realmente interesado en entender lo que había pasado. Solo querían el morbo, la historia. Las miradas iban de un lado a otro como cuchillos. Algunas me rozaban. Demasiado tiempo. Demasiado intensas. Como si intuyeran algo, pero no supieran el qué.
Lucien no volvió a clase esa semana. Ni la siguiente. Al principio pensé que era coincidencia. Luego, ya no.

Yo fingía normalidad. Caminaba, hablaba, respiraba. Pero en mi cabeza todo era una espiral. Porque lo recordaba: la forma en que Ander me miró después de haberle dicho eso. Cómo simplemente se fue. Y luego... la caída.

No fue como si lo hubiera querido de verdad. No lo pensé, no lo planifiqué.
En los días siguientes no dejé de darle vueltas. Una y otra vez repasaba ese momento en mi cabeza, buscando un detalle que lo explicara, alguna razón lógica que me permitiera dejarlo atrás. Pero no encontraba nada. Solo la certeza incómoda de que mis palabras y lo que ocurrió habían estado demasiado cerca, casi pegados, como si una cosa hubiera arrastrado a la otra.Quise probarlo otra vez. No porque estuviera segura, sino porque necesitaba convencerme de que lo que dijo aquel chico era una estupidez, de que todo había sido una casualidad estúpida.

Lo intenté en clase, en medio del ruido de papeles y la voz monótona del profesor. Murmuré algo bajo, esperando... ¿qué, exactamente? No lo sabía. Pero nada pasó. O al menos nada que pudiera atribuir directamente a mí. Y ahí estaba el problema: ¿Cómo podía distinguirlo? ¿Cómo saber si las cosas ocurrían porque yo las decía, o simplemente porque iban a ocurrir de todos modos?

La duda me acompañó todo el día, creciendo como una sombra en la parte trasera de mi cabeza. Era imposible no pensar que, tal vez, mi voz tuviera más peso del que debería. Y eso me asustaba casi tanto como me intrigaba.

Esa misma tarde, Sienna vino a casa. Yo llevaba todo el día con la cabeza a punto de estallar, dándole vueltas a lo que había pasado, intentando convencerme de que era una tontería... y al mismo tiempo sabiendo que no podía guardármelo mucho más.

Subimos a mi habitación y cerré la puerta detrás de nosotras. Sienna se dejó caer en el borde de la cama, cruzando las piernas con un gesto despreocupado, aunque sus ojos me estudiaban con una atención más seria de lo habitual. Yo, en cambio, no podía quedarme quieta. Caminé un par de pasos, me apoyé contra el escritorio y crucé los brazos, como si esa postura pudiera sostenerme cuando lo que tenía en la garganta amenazaba con ahogarme.

—Han vuelto —dije por fin.

—¿Qué cosa? —preguntó Sienna, mirándome con el ceño fruncido.

—Las pesadillas. Y no son como antes. Se sienten... demasiado reales. Como si no fueran solo sueños.

Ella se quedó en silencio, esperando. Yo seguí, porque si me detenía no iba a atreverme a continuar.

—Hace unas semanas entré a la tienda de esa vidente en el centro. No sé ni por qué lo hice, pero... dijo cosa que... fueron extrañas. Y luego, en la fiesta... —me tembló la voz— pasó lo de Ander.

Sienna se incorporó un poco, como si quisiera escuchar mejor.

—Rue...

—Fui yo la que le dijo que saltara. —Las palabras salieron tan rápido que me quedé sin aire—. Lo dije, sin pensar. Y él lo hizo. Después de que pasara lo de Ander en la fiesta, apareció un chico, lo había visto entrar a la tienda de la vidente ese día que fui. Me dijo que había sido yo. Que Ander saltó porque lo dije. Y que no le importaba tanto lo que hice... sino que lo hiciera delante de todos. Me amenazó, según el por poner en peligro a saber a quien.

—Rue... ¿No crees que deberías pensar en hablar con tu psiquiatra? No lo digo a malas, es solo que —me miró intentando buscar las palabras más adecuadas— sabes que estos episodios pueden ser peligrosos.

La escuché y supe que no había juicio en su voz, solo preocupación.

—Lo sé —le dije—. Si alguien más me lo contara, también pensaría que necesita ayuda. Pero, Nana... esto me está pasando de verdad. Hablé con la doctora Miller y lo único que hizo fue subirme la medicación.

Ella asintió, con esa mezcla de preocupación y determinación que siempre la hacía parecer la mejor aliada.

—Vale, entonces vamos a comprobarlo —dijo ella, intentando sonar neutral—. inténtalo conmigo, pero si no funciona, pasaremos de la medicación y te internaremos directamente.

—Muy graciosa —mascullé, mirando al suelo—. No creo que funcione así, intenté hacerlo en clase y no... no funcionó.

Sienna cerró los ojos sin borrar su sonrisa.

—Hazlo antes de que me sienta demasiado ridícula y me arrepienta.

Tragué saliva y me concentré. Si esto no era real, esta vez sí me encerraban.

—Toca tu nariz.

Nada.

Sienna abrió un ojo.

—¿Eso era?

—Sí —respondí, intentando mantenerme tranquila—. Vuelve a cerrar los ojos.

Probé otra vez.

—levántate.

Silencio.

—Levanta el brazo.

Sienna empezó a reírse, primero bajo, luego un poco más alto.

Por un momento pensé que tal vez todo era un juego absurdo en mi cabeza, una mezcla de miedo y paranoia que me estaba llevando demasiado lejos. Sentí cómo algo me hervía por dentro, una mezcla entre frustración y un temor más profundo: el de estar equivocada, el de haber imaginado cada cosa.

Probé de nuevo, como si necesitara demostrarme que era real. Una orden. Luego otra. Y otra más. Me repetía palabras simples en la mente, cosas fáciles, casi ridículas. Que se rascara la cabeza. Que bostezara. Que girara.Nada ocurrió. Nada que pudiera atribuir a mí, nada que confirmara lo que temía. Solo el silencio y la certeza incómoda de que, quizá, me estaba aferrando a una idea que nunca debí haber dejado crecer. Ella seguía riéndose, como si no entendiera la gravedad del asunto, como si no fuera suficiente sentir que estaba a un paso del manicomio.




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