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Año nuevo, vida nueva
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Habían pasado cuatro días desde la nochevieja. Cuatro días sin señales de Rylan, sin mensajes de Lucien, y con mi tía actuando como si no pasara nada. Lo normal, básicamente.
Era viernes por la tarde. El cielo afuera estaba completamente gris, con esa luz apagada que hace que todo parezca más tarde de lo que realmente es. Estábamos en mi cuarto, el más cálido de la casa desde que mi tía había subido la calefacción "para que no me resfriara" aunque yo nunca había estado enferma, físicamente.
Sienna estaba sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la cama, y una revista abierta que no estaba leyendo. Yo estaba tumbada boca abajo, en pijama, jugando con el móvil como si eso fuera más entretenido que admitir que estaba esperando un mensaje que claramente no iba a llegar.
A ella le rondaba la misma duda que a mí: si Rylan aparecería. Yo misma no tenía una respuesta. Recordaba que había prometido hablar conmigo, pero nunca dijo cuándo ni cómo, y me era imposible no pensar que quizá lo dijo solo para que lo dejara en paz.
Sienna, sin embargo, parecía convencida de lo contrario. No lo veía como alguien que soltara palabras al aire, sino como el tipo de persona que desaparece sin dar explicaciones. Esa seguridad me chocaba, porque yo aún no sabía qué creer. Lo único que tenía claro era que lo que me asustaba de él no era su silencio, sino su indiferencia. Esa indiferencia constante, casi inquietante, como si nada de lo que ocurría fuera importante o extraordinario para él.
Me abrazaba a una almohada mientras pensaba en que se había vuelto contagioso. Había momentos en que sentía que lo extraño ya no me sorprendía tanto, como si estuviera aprendiendo a verlo con los mismos ojos que él. Pero luego la memoria me golpeaba: aquel hombre que había desaparecido en llamas frente a mí, una imagen que todavía me hacía estremecer. No, aún no podía considerar normal nada de esto. Por mucho que quisiera.
La conversación derivó inevitablemente hacia Lilith. Había intentado hablar con ella, tantear un poco, pero me cerró el paso con evasivas. Cambió de tema, buscó excusas, hasta se entretuvo en limpiar una estantería con tal de no responder. Fue imposible no verlo: escondía algo. Y aunque la certeza estaba ahí, tan evidente que ya no admitía dudas, sabía que aún no podía obligarla. No todavía. Forzarla sería como romper un cristal a martillazos y quedarme con los pedazos en las manos.
Entre todo eso, también estaba Lucien. Ni un mensaje, ni una palabra. Nada. Una ausencia absoluta que dolía más de lo que quería admitir. Pero me había prometido que no iba a escribirle más. Si tenía algo que decirme, sería él quien lo hiciera.
Esa misma noche, bajé a la cocina un poco antes de la cena. No tenía hambre, pero quería intentarlo otra vez. Hablar con ella sin rodeos. Sacarle algo, lo que fuera. Aunque ya sabía cómo iba a ir.
Mi tía estaba en la mesa de la cocina, con su libreta de siempre abierta frente a ella y una taza de café a su lado. La bata blanca del hospital colgaba del respaldo de la silla, arrugada, como si la hubiera dejado caer sin pensar. El moño alto que llevaba estaba suelto en parte, dejando escapar mechones de cabello que rara vez permitía fuera de lugar. Tenía esa concentración meticulosa que le veía cuando escribía.
—Hola —saludé, sin mucha fuerza.
Ella respondió de inmediato, aunque sin levantar la vista.
—Hola, cariño. ¿Vas a cenar?
Negué con un gesto.
—No. Pero... ¿podría preguntarte algo?
Eso bastó para que levantara los ojos de la libreta. Me miró un instante, evaluando, midiendo si tenía la energía o la disposición para escuchar lo que yo tenía que decir.
—Depende de qué —dijo finalmente, con un tono suave, aunque ya un poco a la defensiva.
Me senté frente a ella y apoyé los brazos sobre la mesa, sin apartar la mirada. El silencio se tensó entre nosotras antes de que me atreviera a preguntar:
—¿Quién era el hombre con el que hablabas hace unas semanas?
El vapor del té siguió subiendo como si no se hubiera enterado de la pregunta. Pero ella sí lo había hecho. Lilith cerró el cuaderno despacio, con ese gesto que parecía darle más tiempo para pensar.
—Es un compañero de trabajo, nada más.
No hizo falta que dijera más. Lo supe de inmediato, me estaba mintiendo. No solo me lo estaba diciendo, sino que tenía el descaro de sostenerme la mirada como si no lo estuviera haciendo. Sus labios se apretaron apenas, un gesto mínimo, pero lo suficiente para confirmar que contenía algo que no pensaba soltar.
—Nunca le he visto en el hospital —repliqué, aunque preferí no prolongar demasiado ese punto. Sentía que desgarrar la herida de frente no iba a servir de nada. Bajé la voz, pero la mantuve firme—. Quiero que dejes de mentirme. Que me digas lo que está pasando.
Se quedó callada. Sus dedos empezaron a juguetear con el borde de la taza, girándola apenas, como si buscara distraerse en lo cotidiano. Cuando al fin habló, lo hizo en voz baja, con una calma que sonaba forzada.
—No sé de qué me hablas, y no tengo por qué darte explicaciones de nada.
La rabia me subió al pecho.
—Creo que sabes perfectamente de qué hablo. Y también creo que sabes perfectamente todo lo que me está pasando.
Esta vez sí me miró. Y por un momento, solo un instante, vi cómo su expresión se quebraba. Fue fugaz, como una fisura en una máscara que lleva demasiado tiempo sostenida. Pero luego volvió a recomponerse.
—Tengo que preparar unos informes del hospital —dijo, levantándose de la silla como si nada.
Me incliné un poco hacia adelante, incapaz de contener la frustración.
—¿De verdad vas a seguir así? ¿Haciéndote la tonta?
Ella se detuvo un segundo, de espaldas, con una mano apoyada en el marco de la puerta. Su voz llegó más baja, casi cansada.
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Editado: 03.10.2025