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UNO DE SUS CHICOS
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A finales de febrero el frío todavía no daba tregua. Se colaba por cualquier rendija, se pegaba a la piel, y por mucho que usara capas de ropa siempre encontraba el modo de atravesarlas. Pero, aun así, los días eran un poco menos oscuros. Al salir del colegio ya no parecía que fueran las dos de la madrugada, aunque tampoco importaba demasiado. Entre clases, entrenamientos, pesadillas y teorías cada vez más absurdas sobre ángeles, linajes y herencias celestiales, ya había perdido la noción del tiempo. Vivía en un calendario propio, uno que no tenía ni lunes ni domingos, solo un bucle de agotamiento y preguntas sin respuesta.
Jael no me había dado tregua desde el principio. Para ella no había excusas ni pausas, y desde el primer día me lo dejó claro: "si no aprendes a controlar lo que llevas dentro, terminarás siendo un arma... o peor, terminarás siendo usada". Así que sí, casi todas mis tardes desde entonces se resumían en dos escenarios: el bar, que a estas alturas ya empezaba a sentirse demasiado familiar, o aquel patio trasero lleno de estructuras oxidadas, un paisaje digno de una película postapocalíptica. Nada de colchones, ni incienso, ni frases motivacionales. Solo el aire helado, mi paciencia al límite y Jael repitiendo que lo intentara otra vez.
—Otra vez —ordenó ella desde lo alto de una viga metálica, cruzada de brazos como si le sobrara equilibrio—. Estás pensando demasiado.
—Perdona por tener cerebro —bufé, apretando los brazos contra el pecho—. No todas podemos ser un bloque de hielo con patas.
—¿Te estás quejando o entrenando?
No respondí. Cerré los ojos y me senté en el suelo con la espalda recta, los puños sobre las rodillas. No porque creyera en posturas zen, sino porque estar quieta era una tortura para mí, y Jael lo sabía. El control empezaba en el silencio, decía. Así que suspiré y murmuré para mí misma:
—Vale. Voy.
Y busqué de nuevo esa chispa. Esa vibración que no era fiebre ni adrenalina, pero que se sentía parecida. Un calor sordo que algunas veces surgía con tanta fuerza que pensaba que iba a prenderme desde dentro, y otras era tan difuso que parecía un espejismo.
—¿Qué sientes ahora? —preguntó Jael, sin moverse de su trono oxidado.
—Frustración.
—¿Por qué?
—Porque llevo casi un mes intentando no ser una bomba nuclear emocional, y lo único que consigo es tener los labios partidos y ganas de gritarle a una farola.
La carcajada de Jael se mezcló con el viento helado. Siempre parecía disfrutar más cuando yo estaba al borde de perder la paciencia.
—¿Y cuándo fue la última vez que el fuego respondió? De verdad. Sin que lo forzaras.
—Ayer, cuando Rylan me dejó tirada por hablar con esa del abrigo blanco.
—Ajá.
Abrí los ojos y la fulminé con la mirada.
—No estoy diciendo que me importara.
—No, claro que no —dijo con una sonrisa demasiado satisfecha.
Le lancé un guijarro. No era un proyectil mortal, pero suficiente para que entendiera que me tenía harta.
—Eso fue provocación emocional, no ataque de celos.
—Llámalo como quieras, Rue. Funcionó.
Se bajó de la estructura y se agachó frente a mí. Su expresión cambió; ya no había burla, sino esa seriedad extraña que te obligaba a escucharla aunque no quisieras.
—Rue, el fuego no viene solo del miedo. No eres un soldado con el dedo en el gatillo a punto de disparar en cada esquina. A veces nace de otra cosa. Deseo. Dolor. Incluso algo tan simple y humano como querer que alguien te vea.
—Qué poética estás hoy —murmuré, bajando la mirada—. ¿Eso lo aprendiste viendo películas de domingo o cuando dabas clases de yoga espiritual?
—Lo aprendí porque yo también tuve que aprender a controlar mi ira.
Eso me dejó sin palabras. Así que respiré hondo, cerré los ojos otra vez y recordé. Rylan con esa chica del abrigo. Ella riéndose. Él con esa sonrisa suya de idiota encantador. No había pasado nada entre ellos, pero mi estómago no lo sabía. El calor subió desde el centro de mi cuerpo, los latidos se aceleraron.
—Ahí está —susurró Jael.
El aire a mi alrededor se tensó. No hubo llamas, pero sí esa presión, como si el mundo entero contuviera el aliento conmigo. Abrí los ojos, temblando. Y vi el suelo: un círculo tenue, ennegrecido, como si el polvo se hubiera retirado solo para marcar el lugar donde me sentaba. No me había quemado. No había explotado. Solo lo había dejado salir.
—¿Lo viste? —pregunté, apenas respirando.
—Sí —respondió Jael, y esta vez sonrió de verdad—. Y tú también.
Me quedé mirando el suelo, con las manos temblorosas. No sabía si era miedo, rabia o algo más. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no me sentía a la deriva.
—No te emociones —añadió ella, volviendo a su tono seco—. Aún eres un desastre.
—Gracias, entrenadora del año.
—De nada.
Ya habían pasado más de treinta minutos. Treinta y cinco, para ser exacta. Y sí, podía sonar exagerado, pero con el frío calándome los huesos, cada minuto parecía una condena. La acera estaba helada, la farola sobre mi cabeza parpadeaba como si quisiera dejarme a oscuras, y el bar, detrás de mí, seguía sonando con risas y murmullos. Yo estaba sola. Y Rylan... bien, gracias.
Saqué el móvil por cuarta vez. Nada. Ni un mensaje, ni una llamada, ni un emoji de disculpa. Solo el silencio, que cada vez pesaba más. Le escribí a Sienna, pero no tardó en ofrecerse a ir a buscarme. La tranquilicé como pude; no quería que se preocupara. Tenía la certeza —o la esperanza— de que Rylan aparecería tarde o temprano. Aunque esa certeza se deshacía un poco más con cada soplo de viento helado.
Me puse a caminar en círculos, frotándome las manos entumecidas. El vapor de mi aliento salía en nubes cortas y rápidas. Y justo entonces, la vi.
Una silueta al otro lado de la calle. Paso tranquilo, casi elegante. El abrigo abierto, el cabello suelto cayéndole como si el frío no existiera para ella. Había algo en su andar, en la forma en que miraba el mundo, que gritaba superioridad. Como si todos a su alrededor fueran un mal chiste.
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Editado: 03.10.2025