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EL PRIMERO DE MUCHOS
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No sé cómo no me caí, mis piernas eran dos bloques temblorosos y el aire me raspaba la garganta como si hubiera tragado fuego, pero no paré. Ni siquiera miré atrás, solo corría. Corría como si el suelo fuera a deshacerse bajo mis pies. Como si mi vida dependiera de llegar al maldito bar antes de que alguien notara que yo estaba ahí, que los había visto. Que había presenciado cómo un ángel asesinaba a un chico como si fuera una cucaracha.
La calle parecía eterna, mis botas golpeaban el asfalto mojado, las luces pasaban como manchas borrosas y no sentía el frío, ni el dolor en los pulmones. Solo ese nudo en el estómago que me gritaba que me apurara o iba a ser la siguiente.
Cuando por fin vi la puerta del bar, empujé sin pensar. Entré como si acabara de salir de una pelea con la muerte. Y quizás sí.
Rylan estaba sentado en la mesa del fondo, con Dixon. El mismo hombre de los tatuajes que parecía una maldita muralla de piedra. Hablaban como si nada. Tranquilos. Normales.
Entré jadeando, sin poder controlar el ritmo frenético del pecho. Mi cuerpo todavía llevaba la huella de lo que había pasado; las piernas me temblaban y sentía la garganta seca, como si hubiese gritado hasta vaciarme. La respiración se me iba en bocanadas cortas y el mundo se me venía encima en oleadas.
—¿Pero...? —fue lo primero que soltó Rylan cuando me vio aparecer. Se levantó de golpe, a medio camino entre la confusión y el enfado. —¿Te parece gracioso hacerme esperar? ¿Es tu forma de vengarte? Porque si es así, un mensaje habría sido más...
No tuve fuerzas para contestar de forma ordenada. Me doblé hacia adelante, apoyando las manos en las rodillas, intentando recuperar el aliento. Mi corazón latía al cien por hora; los ojos me ardían, quería llorar y vomitar al mismo tiempo.
—Yo no... —logré articular entre jadeos—. Joder... joder... joder...
Dixon se levantó despacio. No dijo nada al principio. Se quedó mirándome, de arriba abajo, con esa calma que no era indiferencia, sino lectura. No era la mirada de un histérico; era la de alguien que reconocía el miedo cuando lo veía, que sabía descifrar qué tipo de peligro había dentro de una persona. Y lo que vio en mí no fue nada bonito: miedo crudo, denso, real, pegado a la piel como alquitrán.
—¿Qué pasa? —preguntó, y su voz sonó más grave que nunca. No había amabilidad en ella; era una exigencia, un mandato.
Intenté ordenar las palabras en la cabeza, pero se venían como cuchillos. Tragué saliva varias veces antes de poder hablar.
—Fue... —dije, con la voz quebrada—. Había un chico en el callejón... uno de aquí. Lae lo tenía agarrado. Le decía cosas... lo estaba torturando. Y luego...
Me faltó la fuerza. La imagen me explotó en la mente: las alas extendiéndose, el brillo del metal, la caída del cuerpo. Sentí el temblor recorrerme la boca.
—Luego apareció uno, un ángel, uno de verdad. Y... lo mató.
La broma se murió en la cara de Rylan. Su sonrisa se desvaneció como si nunca hubiese existido. La atmósfera cambió en un instante: la ligereza se esfumó y dejó sitio a una tensión grave, un silencio cargado que no admitía chascarrillos.
—¿Lo viste? —preguntó Rylan, acercándose un paso. Su voz sonaba contenida, tensa, como si la palabra fuera a herirlo.
—¡Sí! ¡Claro que lo vi! —exploté, porque no podía contenerlo más—. Dijo que era un error, que no era personal, pero que había que hacerlo, y le clavó una espada.
Dixon apretó los dientes. Noté cómo algo en él se ponía aún más duro: de piedra a acero. Había una línea que él no dejaba pasar, y yo sabía que lo que había presenciado la cruzaba.
—¿Dónde? —preguntó con una severidad capaz de helar cualquier lugar.
—A dos calles de aquí. En el callejón junto al edificio con los grafitis de serpientes. No fue hace ni diez minutos.
Sin más, Dixon se giró hacia uno de los chicos que pululaban por el local —ese otro tipo que siempre andaba armado hasta los dientes con cuchillos— y le dio órdenes cortas.
—Avísales. Nos vamos, ya.
El tipo no perdió un segundo; se levantó como un rayo y desapareció por la puerta, como si la noche le perteneciera de golpe.
Dixon volvió la mirada hacia mí, pero ahora era otra cosa: seco, serio, sin espacio para dudas. Me señaló con la cabeza, con un gesto que no admitía réplica.
—Rylan, llévala a casa y vuelve en cuanto la dejes. No tardes.
Rylan abrió la boca, pero sonó urgente más que desafiante.
—¿Qué? ¿Y si todavía están ahí? Me necesitas.
La respuesta de Dixon fue fría y definitiva.
—No. Ella necesita salir de aquí ya. —No me miró mientras lo decía; su voz no tenía fisuras—. Está en shock. Y si la vieron... más razón para que no esté cerca.
Rylan me agarró del brazo con cuidado. Su mano estaba firme, pero había una urgencia contenida en ella. Lo miré de reojo y vi que su seriedad no era teatro; estaba en verdad preocupado.
—Vamos —dijo, y esta vez no discutí. No podía. No con la sangre todavía en los oídos y la visión del ángel clavada en la retina.
Dixon ya tenía a su gente en movimiento. Lo vi salir por la puerta con dos tipos más, preparados, con la tensión de quien espera que la noche explote en cualquier momento. Salieron sin prisa pero sin perder tiempo, ocupándose de la amenaza que acababa de aparecer.
Mientras cruzaba la puerta junto a Rylan, escuché a Dixon, su voz detrás de nosotros, clavándose en la noche.
—Si ese cabrón vuelve a aparecer en mi zona, lo bajo. Ángel o no. Ya me tiene hasta los cojones.
El silencio del coche era espeso, ni siquiera el motor ayudaba a aligerarlo. Rylan conducía con los nudillos blancos en el volante, la mandíbula tensa y la mirada fija en la carretera como si pudiera aplastar el recuerdo con solo pisar el acelerador.
Yo iba sentada al lado, con la frente apoyada contra la ventana. No quería hablar. No quería mirar. No quería pensar.
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Editado: 03.10.2025