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qaʿăqaʿ
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Aún no había vuelto a clase. Al principio fue solo porque no tenía fuerzas, ni cuerpo, ni cabeza para enfrentarme a nadie, pero cuando la paz de estar sola se volvió cómoda, me limité a no ir. Me escondí detrás de una excusa que ni siquiera fue tan creativa: fiebre, dolor de garganta, virus estacional.
Pasé las horas encerrada en casa, a veces en mi habitación, a veces tirada en el sofá, con la tele puesta en cualquier cosa que no me exigiera pensar. El único sonido constante era el del móvil vibrando contra la mesita. Mensajes de Sienna. Dos. Luego cinco. Luego notas de voz llenas de cariño, recomendaciones de tés y reclamos por no contestarle.
Lucien también escribió, no supe qué responder. No quería mentirle, pero tampoco podía decirle la verdad.
La casa parecía más grande cuando no quería estar en ella. Daba vueltas como un fantasma que no sabe si prefiere quedarse quieto o desaparecer del todo. Al final, terminé en el coche, con las llaves en la mano y el mismo pensamiento en bucle: huir o pensar.
Elegí la primera y la segunda se coló.
Conducía sin rumbo, como si el movimiento pudiera engañar la frustración . Las calles desfilaban sin sentido, como si nunca las hubiera visto antes, aunque eran las mismas de siempre. Algunas con nombres que me sabía de memoria, otras que ya ni recordaba.
El silencio dentro del coche estaba opacado por todas mis canciones aleatorias, otras por el suspiro de todos mis pensamientos que se cruzaban sin permiso. Era difícil ponerle palabras a lo que me pasaba.
La imagen de Lilith, diciéndome todas esas cosas... que me ocultó para protegerme. Que lo hizo por mí.
Y lo único que yo escuchaba de verdad era el vacío que dejó todo lo que no dijo.
Lo que había dicho aquel demonio como si nada, como si no fuese a tener repercusiones. Como si no acabara de destrozarme la vida.
Empecé a pensar en mí. En las veces que perdí el control, en lo que sentía ardiendo bajo la piel cuando me provocaban, en cómo mi rabia quemaba más de lo que debería. En cómo podía hacer que otros obedecieran.
Pisaba el acelerador sin darme cuenta. El volante se me aferraba a las manos como si fuera lo único real que podía tocar. Y entre todos esos pensamientos, entre todo ese fuego, aparecía Lucien. Con sus ojos de chico bueno y su forma de hacerme sentir que no estaba tan jodida. Con sus manos suaves, sus palabras medidas, su calma. Recordaba el mirador, la brisa, su cabeza recostada en mis piernas. Mis dedos en su pelo. Los besos lentos, los roces, su cuerpo junto al mío. Pero no tenía esa maldita electricidad que me enloquecía. Esa tensión que me obligaba a morderme los labios para no dejarme llevar, el miedo de que se me salga el corazón cuando me latía tan rápido.
Con Rylan...
Y eso me jodía. Porque Rylan no era seguro. No era dulce. No era alguien que me abrazara cuando el mundo se me rompía.
Y, sin embargo, pensaba en él cada vez que me perdía.
Tal vez necesitaba una paliza. Necesitaba que Jael me lanzara contra una pared o que me gritara que dejara de hacerme la víctima. Algo físico. Algo real. Algo que me sacara de mi cabeza por cinco minutos.
Sin pensarlo demasiado, conduje hasta el bar. Al aparcar frente a la puerta, no sentí alivio ni fuerza ni nada.
Dixon estaba en la barra con dos chicos que no conocía. No eran del tipo camarero ni del tipo cliente con problemas.Al verme, Dixon me soltó una sonrisa ladeada.
—Pequeña, has estado desaparecida.
Me lo dijo con ese tono de "no te voy a echar la bronca, pero sabes que te estoy echando la bronca".
—Estaba enferma —respondí, sin energía, caminando hacia las escaleras.
Me detuvo con una ceja alzada.
—Los nefilims no se enferman, Rue. No hace falta que mientas. Es normal que después de lo que pasó necesitaras unos días. Era tu primera vez.
Me giré para mirarlo y, por alguna razón, su voz fue más suave que de costumbre.
—Lo siento —dije—. Supongo que... no sabía cómo procesarlo.
—No tienes por qué saberlo todavía —añadió Dixon—. Solo no desaparezcas. No eres la única que está lidiando con cosas.
No respondí. Solo subí las escaleras.
La sala de entrenamiento estaba a media luz. La música sonaba baja, como si alguien se hubiera olvidado de apagarla. Entré esperando encontrarme a Jael haciendo flexiones o entrenando con alguien más.
Pero no.
Rylan estaba ahí y no estaba solo. Estaba con una chica que no conocía. Pelo rubio, cuerpo ágil, movimientos precisos. ¿De dónde sacaba tantas rubias?
En teoría estaban entrenando, pero lo que vi... no me lo pareció. Ella lo había acorralado contra una de las columnas, una pierna apoyada casi a la altura de su cadera, los dos respirando tan cerca que pensé que iban a besarse.
Sus brazos chocaban, sus torsos se rozaban con una fluidez demasiado ensayada como para llamarlo "combate".
Un nudo lento, caliente, incómodo, como si algo se me enroscara por dentro. Porque yo también había estado en esa sala con él. Yo también había sentido su cuerpo empujar el mío contra el suelo. Yo también había sentido su respiración contra mi oído, sus manos en mi piel, su maldita forma de provocarme sin ni siquiera hablar.
Y ahora lo veía con otra, como si nada.Como si cualquiera pudiera tenerlo así de cerca. Como si yo no hubiera sido distinta. Que estúpida, esa era la realidad.
Tragué saliva y me forcé a entrar. Me prometí que hoy, si Jael quería romperme la espalda, yo no iba a quejarme.
—¿Interrumpo? —pregunté apoyada en el umbral.
La chica se giró como si no hubiera hecho nada, aunque todavía tenía esa sonrisa pegada a la boca.
—No, solo entrenábamos. Ya habíamos terminado —dijo con tono ligero, como si no estuviera perfectamente consciente de cómo lo estaba mirando hace un segundo.
Yo no dije nada, m limité a devolverle la sonrisa. Mientras recogía sus cosas, seguía lanzándole a Rylan esas miradas que no eran sutiles. Ni un poco. Tenerlo cerca ya era bastante y ahora también tenía que aguantar el espectáculo visual.
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Editado: 03.10.2025