Réquiem Por Los Caídos

CAPÍTULO XVI

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IMPULSIVIDAD

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Desperté tarde. Lo bastante tarde como para que el sol ya no pareciera amable y la casa estuviera demasiado silenciosa. No había olor a café ni pasos en el pasillo, solo esa quietud espesa que se queda cuando ya no hay nadie. La ausencia tenía un sonido propio, uno que se colaba entre las paredes y no dejaba respirar. Bajé las escaleras despacio, arrastrando los pies. El suelo estaba frío, la cocina más fría aún. Abrí el frigorífico sin saber bien qué buscaba y terminé sirviéndome un vaso de zumo. Lo apoyé en la encimera y me quedé quieta, mirando hacia la ventana. La luz entraba filtrada por las cortinas y me devolvía un reflejo desordenado: el pelo hecho un desastre, los ojos hinchados, la piel apagada. Me vi ahí, sin saber muy bien quién era. Qué lejos había quedado la Rue de antes. Qué lejos, y qué imposible de recuperar.

Traté de moverme. No soportaba seguir quieta. Abrí un cajón y encontré el mazo de cartas que usábamos cuando el aburrimiento se hacía insoportable. Lo barajé sin ganas, una y otra vez, hasta que las manos se me cansaron, y empecé un solitario mal armado. Ni siquiera lo terminé. Lo dejé extendido sobre la mesa, sin forma, igual que todo lo demás. Encendí la tele, una serie vieja, una de esas que antes me hacían reír tanto que me dolía la cara. Ahora solo sonaba de fondo, un murmullo sin sentido, demasiado lejos para distraerme.

Agarré el móvil por inercia. Un mensaje de Lucien, de hacía dos días. "¿Estás bien?", decía. Nada más. Lo abrí, lo leí, lo cerré. Lo volví a abrir, y lo volví a cerrar. No sabía qué contestar. No sabía ni por dónde empezar. ¿Qué se supone que debía decirle? Solté un suspiro que se sintió más como rendición. Me senté en el suelo, con las rodillas contra el pecho, y apoyé la cabeza entre los brazos. Me quedé ahí, escuchando el silencio, dejando que se hiciera cada vez más grande. Pensé en salir, pero solo la idea me revolvía el estómago. ¿Y si me cruzaba con él? ¿Y si lo veía y todo volvía a caer? ¿Y si también me encontraba con Lucien y tenía que fingir que no estaba mintiéndole?

No quería verlos. A ninguno. Pero tampoco quería seguir encerrada en una casa vacía que me recordaba cada cosa que quería olvidar. Me obligué a levantarme. Busqué ropa cómoda, me la puse sin pensar demasiado y salí. No porque quisiera, sino porque quedarme era peor. Cerré la puerta sin hacer ruido, aunque no había nadie para escucharlo. Caminé hasta el coche con las manos metidas en los bolsillos, el paso arrastrado, la cabeza demasiado llena. Abrí la puerta y me senté con un suspiro largo. El aire olía a encierro. Encendí el motor. La radio seguía puesta en una emisora cualquiera, una de esas que siempre detesto, pero no la cambié. Dejé que el ruido llenara el espacio, que hiciera lo que yo no podía hacer: callar mis pensamientos.

Conduje sin pensar, con las calles desiertas pasando por la ventanilla como si fueran todas iguales. La ruta al bar me la sabía de memoria, pero ese día se sintió más larga. Como si cada semáforo me estuviera preguntando si de verdad quería seguir avanzando. Aparqué frente al local sin dar vueltas, sin pensar en otra opción. Entré. El calor me golpeó en la cara y me hizo parpadear. El murmullo, el olor a alcohol y a madera vieja, todo seguía igual, como si el mundo no se hubiera movido. Leo estaba en la barra, con el móvil. Me miró un segundo, levantó la cabeza y me saludó con un gesto rápido, sin preguntas. Le devolví el gesto igual, sin palabras.

Subí las escaleras. No quería cruzarme con nadie. Más bien, no quería cruzarme con Rylan.

Jael estaba de espaldas, con el pelo recogido en una coleta alta, guardando unas vendas en una caja metálica. No se sorprendió al verme. Ni siquiera se giró del todo. Solo alzó un poco la mirada y me escaneó.

—¿A qué has venido? —preguntó con tranquilidad.

Me encogí de hombros, apoyándome contra la pared.

—A entrenar, pero gracias por el recibimiento.

Ella ladeó un poco la cabeza, como si hubiera esperado esa respuesta desde el momento en que escuchó la puerta.

—He terminado por hoy —dijo al fin—. Tú tienes tus días libres; yo también.

No supe si lo decía en serio o si estaba bromeando, pero me salió una sonrisa sin forzarla.

—¿Es una especie de venganza?

Jael arqueó apenas una ceja. No sonrió del todo, pero había algo en su cara que se suavizó.

—No. También me canso, Rue. También necesito un respiro.

Asentí despacio, bajé la vista a mis zapatillas y luego la volví a mirar.

—En ese caso... podríamos bajar. A comer, o a hablar, o... no sé, lo que sea, mientras no tenga que volver a casa.

Jael respiró hondo, como sopesando algo.

—Vale —dijo al fin—. Vamos.

No necesitábamos más. Bajamos juntas, sin decir mucho, pero con los pasos sincronizados. Yo no necesitaba ruido. Solo necesitaba no estar sola. Y con Jael, eso bastaba.

Nos sentamos en una de las mesas con sofá junto a la barra, de esas donde casi siempre había alguna mancha pegajosa que nadie limpiaba bien, pero que ya sentía como parte del encanto del lugar. Leo se acercó, anotó nuestro pedido sin mucho entusiasmo y desapareció tras la barra.

Empezamos hablando de cosas simples: técnicas de combate, lo inútiles que eran algunos nefilims nuevos según ella. Hasta que, de pronto, Jael cambió de tono.

—¿Te ha pasado algo? —preguntó sin levantar la voz, como si no quisiera incomodarme, pero tampoco pensaba dejar pasar el tema.

La miré, algo sorprendida.

—¿Por?

—Hace dos semanas le sonreías hasta a las cucarachas, y ahora... —se encogió de hombros— vuelves a ser deprimente como antes.

Solté una carcajada. Me salió natural, honesta. Jael tenía esa forma de decir las cosas que era directa pero no hiriente, como si viniera con la advertencia de que no lo decía en serio, pero al mismo tiempo no dejara de ser verdad.



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En el texto hay: trianguloamoroso

Editado: 27.10.2025

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