⫘⫘⫘⫘𓆩♱𓆪⫘⫘⫘⫘
HAEMET
⫘⫘⫘⫘𓆩♱𓆪⫘⫘⫘⫘
Rylan
Encontrarlo me estaba costando más de lo que jamás habría admitido en voz alta. No porque no tuviera medios o recursos, sino porque ese puto niño era un maldito agujero negro en el mapa. Se deslizaba por las rendijas del mundo como si el universo lo protegiera. Todo lo que intentaba hacer para acercarme a él terminaba en el mismo punto muerto.
Y eso me estaba tocando los cojones.
Dixon empezaba a hacer preguntas. Jael también. No me lo decían directamente, pero no hacía falta. Bastaba con ver cómo me miraban cuando volvía sin nada. La sensación de estar perdiendo el tiempo me carcomía y lo peor era que no podía dejarlo.
Crucé la calle sin detenerme a mirar, el local de Agnes seguía igual, con ese aire de ruina elegante que parecía sostenerse por puro capricho. El cartel medio torcido, las velas consumidas hasta la base y ese olor dulzón a incienso que se filtraba incluso con la puerta cerrada. Empujé con la palma abierta y la campanita sobre el marco tintineó con ese sonido ridículo. Ella ya me esperaba, sentada tras la mesa cubierta de telas y baratijas, con esa sonrisa en los labios que nunca llegaba a los ojos.
—Buenos días —canturreó, como si el mundo le pareciera un chiste privado—. El universo está tomando un giro interesante.
—Me alegro por el universo —respondí, cerrando la puerta con una patada suave antes de dejarme caer en el sillón frente a ella—. Yo no tengo tiempo para los giros, necesito tu ayuda.
Agnes me observó en silencio, lo hacía cada vez que intentaba leerme. Tenía esa manía de mirar demasiado, de intentar entenderlo todo y siempre terminaba fracasando. Me resultaba insoportable.
—¿Con el hijo de Samael? —preguntó al fin, aunque ambos sabíamos que no era una pregunta.
Asentí, apoyando los codos en las rodillas.
—Quiero acabar con esto antes de que Dixon cambie de idea.
Ella entrecerró los ojos y se reclinó hacia atrás, moviendo las pulseras que llevaba en la muñeca, el tintineo suave llenó el silencio que me crispaba los nervios. Se hacía la misteriosa como si yo fuera uno de sus putos clientes.
—No sé nada de ningún hijo, Rylan —dijo al cabo de un momento, demasiado tranquila—. De verdad.
Solté una risa corta, sin humor.
—Y una mierda.
Ni se inmutó. Agnes era de esas personas que habían visto tanto que ya nada lograba descolocarlas.
—¿Cuándo te he mentido yo? —replicó, con ese tono paciente que usaba solo cuando sabía que me estaba provocando.
—No necesito que me mientas —contesté, inclinándome hacia ella—. Necesito que hagas lo que sabes hacer, que mires, que escarbes, que uses esa cabeza que tanto presumes tener. Algo puedes encontrar.
—No es tan simple —susurró—. Si Azrael no ha podido, ¿qué te hace pensar que yo sí?
—Porque no sois iguales —le corté—. Él mira lo que le permiten, tú ves lo que nadie más puede ver. No me jodas con límites que te inventas.
Ella bajó la mirada, moviendo una carta entre los dedos, como si quisiera distraerse.
—Lo que veo no siempre se me permite decirlo —murmuró—. Hay cosas que están fuera de mi alcance, Rylan, por mucho que quieras apretar.
Ahí se me agotó la paciencia.
—Eres lo que eres gracias a mí —le espeté, sin apartar la vista—. Me lo debes todo. Que no se te olvide gracias a quien respiras. Así que no me vengas ahora con cuentos de alcance.
El silencio se volvió más denso. Agnes bajó la cabeza, no como una sumisión real, sino más bien como quien prefiere no provocar a un animal.
—Rylan... —dijo mi nombre despacio, y eso bastó para irritarme aún más.
—Últimamente no me sirves para una mierda —continué—. Si no tienes respuestas, no me hagas perder el tiempo.
Me levanté sin darle oportunidad de responder. Crucé la puerta con un movimiento seco y dejé atrás el olor a incienso.
Afuera, el cielo se había vuelto gris, cargado de nubes que prometían lluvia. Encendí un cigarrillo mientras caminaba hacia el coche y exhalé despacio, viendo cómo el humo se mezclaba con el aire pesado. Todo se estaba torciendo, y lo peor era que ni siquiera me sorprendía. Las cosas nunca salen bien cuando dependen de otros y Agnes, como todos los demás, estaba empezando a volverse una inservible.
El bar estaba vacío, como casi siempre a esa hora. Luz sucia filtrándose por los ventanales, el eco de vasos mal apilados detrás de la barra y el leve zumbido de un ventilador viejo haciendo su mejor esfuerzo.
Me senté en mi mesa habitual. En la esquina, donde nadie jode. Leo me vio entrar y se acercó sin prisa.
—¿Qué te pongo?
—Whiskey.
Me miró como si le acabara de hacerle el chiste más gracioso de su vida.
—Rylan, es medio día.
Últimamente, la gente parecía haber olvidado con quién hablaba.
—¿Te pedí la hora o un whiskey?
No dijo nada más. Se dio la vuelta y volvió con la botella. Sirvió el vaso con tanta calma que me dieron ganas de romperle en la cara. Lo tomé de un trago. Algo se me está escapando, tiene que haber algo. No puede simplemente no estar. Tal vez... no hay hijo, tal vez todo esto es una farsa, una misión fantasma inventada para joderme un poco más.
Me levanté sin mirar atrás y crucé el bar con paso firme, ignorando las miradas de los que fingían no estar escuchando. Abrí la puerta de la oficina sin tocar, como siempre. Él levantó la mirada desde un montón de papeles, con ese gesto entre fastidio y burla que se le daba tan bien.
—Bebiendo desde temprano —dijo, con una sonrisa cansada—. Qué orgullo siento.
—Guárdate el discurso paternal —respondí, dejándome caer en la silla frente a él—. Estoy empezando a pensar que el puto niño no existe.
Dixon se echó hacia atrás, entrelazó las manos sobre el estómago y me miró en silencio. Su calma me ponía de los nervios.