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COLAPSO
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Las vacaciones de Pascua habían terminado y con ellas la excusa perfecta para no pensar en los exámenes y, bueno, mi vida en general. Ahora tenía que volver a la rutina, sentarme frente a una mesa, fingir que me importaban los pensamientos de un filósofo y aguantar a profesores que parecían encontrar placer en recordarnos que los finales estaban a la vuelta de la esquina. Lo normal, lo aburridamente normal.
Supongo que estas últimas dos semanas no habían estado tan mal. Había intentado mantener una especie de equilibrio entre las tardes en el bar, los entrenamientos con Jael y los ratos con Lucien. Mi relación con él... iba bien. O al menos eso quiero creer. No tengo con qué compararlo, así que "bien" es lo más cerca de un diagnóstico que podía dar. Con Lucien me sentía segura, ligera incluso. No había espacio para preguntas ni tormentas internas, y eso era justo lo que necesitaba.
De Rylan no había sabido nada. Ni un mensaje, ni una llegada inesperada, ni una de esas miradas que me dejaban sin aire. Nada. Y estaba bien. Después de todo, la última vez que lo vi, le dije que estaba con Lucien. Lo hice porque necesitaba dejarlo claro. No a él, porque a él no le importaba en lo más mínimo, a mí. Porque cada vez que Rylan estaba cerca, cada vez que rozaba mi piel o clavaba sus ojos en los míos, yo me convertía en alguien distinta, alguien que no sabía cómo detenerse. Y eso no era justo para Lucien.
Me miré una última vez en el espejo del baño, con el uniforme. La tela me apretaba en los lugares equivocados y la falda me parecía la cosa más absurda que habían inventado en la historia de la humanidad. Y sin embargo, mientras me observaba ahí, con la corbata mal hecha y las medias que se me resbalaban, pensé que pronto todo eso quedaría atrás. Que ya no tendría que usarlo nunca más. Y me sorprendí a mí misma sintiendo un nudo raro en el estómago. Lo había odiado desde siempre, pero tal vez, iba a extrañar era a esa versión más pequeña de mí, la que todavía no sabía lo que era ser parte de este mundo torcido, la Rue que aún podía pensar que lo peor que le pasaría era suspender un examen.
Bajé las escaleras y no había olor a café, ni el ruido de la cafetera de Lilith al fondo de la cocina. Ella no estaba en casa. No tenía hambre, así que agarré las llaves, me metí en el coche y me fui directa al colegio.
Aparqué en mi sitio de siempre, Sienna estaba de pie al lado de su coche, distraída, con el móvil en la mano. Cerré mi puerta de un portazo y me acerqué. Ella levantó la vista y me sonrió.
Caminamos juntas hacia el edificio, con el murmullo de los demás alumnos entrando a clase, mochilas golpeando contra las puertas y voces que me resultaban demasiado normales después de semanas en las que mi vida había sido cualquier cosa menos eso.
Entramos a nuestro salón, y por un momento me dejé engañar por esa rutina que fingía que todo estaba en orden.
Las primeras horas pasaron arrastrándose. Matemáticas a primera hora era una tortura disfrazada de clase.De vez en cuando levantaba la mirada y veía a Sienna mordiéndose el labio, intentando entender la explicación, y me entraban ganas de reír. Cuando por fin sonó el timbre, sentí alivio, aunque duró poco, porque la siguiente era Literatura. Y si en algún momento pensé que eso iba a ser mejor, me equivoqué.
La profesora entró con un fajo de papeles en la mano y empezó a hablar de autores del siglo XX como si fueran dioses que todos deberíamos venerar. Yo asentía, como si estuviera fascinada, pero en realidad me quedé mirando por la ventana, donde el sol iluminaba el patio y los árboles parecían mucho más interesantes que cualquier análisis literario.
Cuando sonó el timbre, el aula se llenó otra vez de movimiento. Sillas arrastrándose, risas, pasos rápidos. Lucien estaba apoyado en el marco de la puerta, parecía habernos estado esperando.
—Tenemos que hablar un momento.
Sienna arqueó las cejas, se giró hacia mí con una sonrisa traviesa.
—Yo voy yendo a la cafetería. No tardéis.
Se fue dejándonos allí, con Lucien siguiéndome de cerca hasta que volvimos a entrar en el aula vacía. Las persianas estaban medio bajadas y el lugar tenía ese silencio extraño de después de clase.
—Bueno... ¿qué pasa? —pregunté.
Me sujetó suavemente del rostro y me besó, directo. Después se apartó apenas un segundo, con sus labios todavía rozando los míos.
—Lo que pasa es que no he podido besar a mi novia en toda la mañana... y he estado deseando hacerlo.
No pude evitar sonreír.
—Eres tonto.
—Un tonto que te quiere besar otra vez —replicó, y lo hizo, esta vez más lento, más profundo, como si buscara grabar cada segundo en mi memoria.
Sentí sus manos viajar a mi cintura, deslizarse hasta ajustarme contra él, como si temiera que me fuera a desvanecer en cualquier momento. Lo dejé, porque esa paz que siempre traía consigo me envolvía, quitándome el peso que otros me ponían encima. Lucien era la tranquilidad hecha persona, y yo necesitaba esa calma.
El comedor estaba medio lleno, con el murmullo constante de charlas, risas y platos chocando que hacía imposible encontrar un silencio real. El aire olía a café recalentado y a pan tostado, una mezcla que solo sobrevivía gracias al cansancio general. Sienna ya estaba en una mesa, con dos bandejas delante, y apenas nos vio aparecer, movió un par de cosas para hacerme sitio.
—Por fin —dijo, arrugando la nariz mientras me señalaba la silla vacía—. Pensé que os habíais ido y tendría que sentarme con esos. —Asintió hacia la mesa de Theo y su grupo, que parecían competir por quién hacía más ruido.
—¿Y que pierdas tu chispa en ese agujero de energía? Jamás —Dejé la mochila a un lado y me dejé caer en la silla, soltando un suspiro.
Lucien se sentó frente a nosotras, apoyando los codos sobre la mesa. Mientras yo cogía el tenedor, Sienna suspiró con dramatismo.